Don Tomás Gutiérrez no fue un superhombre

 En el horizonte y en los paseos, amarilleaban acacias, chopos y plátanos. Apuntaba el sol ya, tras una mañana neblinosa con nubes altas. Un paisaje familiar para un hombre nacido hace más de 84 años en ValladolPor encima de la estética, deslumbraba el sentimiento agridulce de centenares de personas que le acompañaban, con gratitud, hasta el último momento. Aun en poco, querían corresponder a su cariño y desvelo de años. Lo consideraba ya la víspera, ante sus restos mortales en la capilla ardiente instalada en la cripta del Centro del Opus Dei en la calle Diego de León de Madrid, donde están enterrados los padres de san Josemaría.

            Conocí a don Tomás en 1965, cuando vine de Zaragoza para colaborar –con Alfonso Nieto y Javier Ayesta, también fallecidos‑ en la puesta en marcha de la oficina de información del Opus Dei en España. Años después, tendría la fortuna de convivir con él: desde 1976 hasta 1992; en concreto, fui colaborador directo suyo desde que fue nombrado Vicario regional en 1984. Fueron también muchas las jornadas en que viví a su lado tiempos de presencia en diversos lugares de España del Venerable Álvaro del Portillo, como he escrito en otras sedes.

            Don Tomás era hombre que resolvía problemas sin hacerlo pesar. Se olvidaba de sí mismo y servía a los demás, cariñoso, sonriente, divertido. Apenas un cuarto de hora antes de morir, aun consciente de su gravedad, dijo a quienes le atendían, con tanto afecto humano y pericia médica, el lugar donde debía celebrar misa esa mañana, para que le sustituyeran.

            Lo describía con trazos rápidos Mons. Javier Echevarría en la carta que dirigió al Vicario regional y a los miembros del Opus Dei en España, al tener noticia de su fallecimiento: “Como bien podéis imaginar, vienen a mi cabeza tantos sucesos de mi convivencia con este hijo: transmitía paz, alegría, optimismo; y era muy edificante su servicio a los demás, siempre contento”.

            Más allá de su gran trabajo por la Iglesia, el propio Vicario del Opus Dei, Mons. Ramón Herrando Prat de la Riba, ha preferido referirse “a su humanidad, a su cariño hacia todos, a su capacidad de servir sin pensar nunca en sí mismo. Soy testigo de cómo los demás le querían también, hasta con muy pequeños detalles. No lo esperaba, pero se lo merecía”.

            Servía, sin dejarse servir. No hace mucho, necesitaba él un dato histórico de la Universidad de Navarra, que le había pedido una escritora. Coincidía con una época que podía conocer yo, pues le ayudaba entonces en su calidad de Vicecanciller. Pero no me llamó a su despacho: se acercó a verme a mi lugar habitual de trabajo, como quien siente interrumpir pidiendo un favor…

            Por supuesto, en el primer plano de su espíritu de servicio estaba la Iglesia. Más de una vez le oí hablar con afecto y gratitud de don Marcelo: así conocía todo el mundo a quien sería Cardenal y arzobispo de la sede primada de Toledo. A mediados de los años cincuenta, canónigo en Valladolid, era amigo de la familia de don Tomás, y predicó cuando éste celebró allí su primera misa solemne, si no me falla la memoria. Lógicamente, el trato se acrecentó, como con los demás obispos españoles, desde su nombramiento como Vicario regional del Opus Dei. Sin duda, su jovialidad –lo comprobé al acompañarle en visitas y almuerzos‑ contribuyó mucho a tantas cosas buenas en los primeros años de la prelatura personal erigida dos años antes por Juan Pablo II.

            Como me confesaba un buen amigo, se nos ha ido un hombre bueno, tan cariñoso, tan santo; seguro que seguirá ayudándonos desde el cielo. Y me vinieron a la cabeza las palabras del papa Francisco en la audiencia del día de Todos los Santos en la plaza de san Pedro: esa fiesta “nos recuerda que el final de nuestra existencia no es la muerte,  ¡es el paraíso! Lo escribió el apóstol Juan: ‘no se ha manifestado aún lo que hemos de ser. Pero sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es’ (1 Jn 3, 2). Los santos, amigos de Dios, nos aseguran que esta promesa no defrauda. En su existencia terrena vivieron en profunda comunión con Dios. En el rostro de los hermanos más pequeños y despreciado vieron el rostro de Dios, y ahora lo contemplan cara a cara en su belleza gloriosa. / Los santos no son superhombres, ni nacieron perfectos. Son como nosotros”. Lo que cambió su vida fue que, “cuando conocieron el amor de Dios,  lo siguieron con todo su corazón, sin condicionamientos ni hipocresía; gastaron su vida al servicio de los demás, soportaron el sufrimiento y la adversidad sin odios, respondiendo al mal con el bien, difundiendo alegría y paz”. 


 
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