Corrupción, transparencia, justicia, secularización

No tendría por qué ser así, a tenor de la realidad que periódicamente analiza la ONG Transparency International, domiciliada en Berlín, con delegaciones en muchos países. De hecho, el 1 de febrero la "contra" de La Vanguardia entrevistaba a Manuel Villoria, miembro de la junta directiva de esa ONG. Afirma que España es el país más corrupto en la Europa de los Quince, después de Grecia e Italia. Y sugiere que "la diferencia esencial entre los políticos de los países menos corruptos, los nórdicos [anoto: menos creyentes que los mediterráneos], y los nuestros es que allí se sienten servidores públicos y aquí se sienten los amos".

El viernes pasado, Máximo publicaba una viñeta en ABC con este texto: "todos los hombres y mujeres corruptos son iguales". Mi osadía llega a criticarle por haberse sometido a esa corrupción de la lengua castellana, derivada de lo políticamente impuesto, que obliga a alargar innecesariamente las frases para reiterar lo obvio, por exigencia de los géneros... Aparte de eso, me permitiría añadir una coletilla orwelliana: "todos los corruptos son iguales, pero unos más que otros".

En ese contexto, no sé si es ingenuidad o cinismo la apelación a confiar en la justicia que repiten tantos líderes y tantos comentaristas. Hace unos días la prensa destacaba el indulto de una joven madre de familia que había usado una tarjeta de crédito ajena para dar de comer a sus hijos. La cuantía apenas superaba los doscientos euros. Para unos hechos sucedidos en 2007, los jueces dictaron sentencia ¡en 2012!, y el indulto llegaría en 2013. Con estos datos, ¿puede alguien confiar en que la administración de justicia española vaya a contribuir a la ética pública? Desde luego, yo no. Más aún, porque los procesos anticorrupción son muy complejos, y se eternizan.

Y eso sin contar la aparente politización de algunos jueces, y del empleo de lo que no sé si seguirá llamando "uso alternativo del derecho". Porque tiene bemoles que las ostensibles coacciones físicas y psíquicas de líderes sindicales puedan ser amparadas como manifestación del derecho de huelga o de expresión: y no es porque vayan contra una cadena de supermercados que se caracteriza por la ejemplaridad de sus relaciones laborales.

El fenómeno se agrava porque aquí nadie dimite, a diferencia de otros países: basta pensar en los casos recientes de un ministro británico (por una mentira en cuestión de tráfico, cuando algún condenado por hechos más graves sigue en la política española activa), o de una ministra alemán (por un plagio académico). A falta de ese abandono –temporal o permanente‑ de la vida pública, se traslada el enjuiciamiento a la prensa, que nunca ofrecerá la garantía jurídica de los jueces. Y tiene efectos "perversos" de incalculables consecuencias: la mayor credibilidad que el ciudadano tiene hoy en los periodistas, arrumba la presunción de inocencia; por otra parte, se tiende a valorar injustamente la dimisión como reconocimiento de culpa, sin distinguir entre responsabilidad política y jurídica.

Mucha culpa tienen los partidos políticos, que vienen haciendo oídos sordos a los informes del Tribunal de Cuentas que suele publicar el BOE. ¿Cuándo se convencerán de que sólo serán creíbles en esta materia cuando renuncien a la subvención pública? Entretanto, al menos, deberían practicar una seria transparencia. También en la concesión de los millares de licencias y subvenciones que pigmentan el mapa administrativo español. Ante el déficit de ética personal –lo único que resuelve de verdad los problemas, no estaría de más reducir las ocasiones de beneficiarse o beneficiar a los próximo con tanto dinero público, que es de todos.

 
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