Caso Chirac: limpieza en la vida publica

Sí habría mucho que hablar de cómo esas prácticas ilícitas se repiten, también cuando las formaciones políticas gozan de amplias subvenciones oficiales. Mi opinión contraria a todo tipo de ayudas públicas a instituciones ideológicas crece con el paso del tiempo. Poca convicción suscitan si no consiguen suficientes apoyos para sostenerse económicamente. Y no excluyo a las actividades eclesiásticas.

Pero si traigo hoy este tema es para manifestar mi alegría por la ruptura de una impunidad. La ética pública, como la privada, depende de la honestidad de las personas. Pero algo contribuye, sin duda, la existencia y la oportuna aplicación de controles jurídicos adecuados. Nadie puede ser intocable. Y, en este sentido, alegra comprobar que el ordenamiento francés sale fortalecido por su capacidad de juzgar sin acepción de personas. Al fin y al cabo, la igualdad de los ciudadanos ante la ley fue un gran "dogma" de la Revolución del 89. Puede ser justo que el presidente de la República tenga inmunidad durante su mandato, pero no antes ni después. Lo es menos que, a la vez, conserve legitimidad para presentar querellas contra ciudadanos, como ha hecho Sarkozy. El propio Chirac prometió en 2002 una revisión de la Constitución para precisar el estatuto penal del presidente. Pero sigue pendiente su tramitación parlamentaria, previa a la posible reforma de la carta magna.

Obviamente, esto nada tiene que ver con la repetida cantinela española de no judicializar la política. Entre otras cosas, porque más bien se politiza de hecho la justicia, al no abordar los líderes las causas de su desesperante lentitud. Se une a la quizá injustificada excepción en el siglo XXI de la existencia de aforados, aunque no llegue aquí a la "irresponsabilidad" que Berlusconi pretendió para las altas magistraturas de Italia, y que el Tribunal Constitucional echó abajo.

Antes de esa derogación, se había planteado en Italia la conveniencia de convocar un referéndum contra la ley que concedía inmunidad al presidente del consejo de ministros. No llegó a celebrarse. Pero la sencilla pregunta reflejaba lo que muchos pensamos, cuando surgen conflictos jurídicos con aforados: "¿Desea que todos sean iguales ante la ley o cree que quienes gobiernan deben ser tratados como una excepción?"

No es cuestión de política, ni menos de estética o de técnicas de comunicación en tiempos de crisis (aunque, ciertamente, algún político español se habría evitado muchos disgustos de haber conocido y manejado su abecedario, tan familiar a los alumnos de Ciencias de la Información). Se trata de fomentar de veras la ética de la función pública, con mayor motivo en tiempos de una rígida partitocracia, que subordina casi todo al interés del propio grupo.

No es cuestión tampoco de códigos de honor o de criterios deontológicos. Sino de atender a esa profunda y elemental razón con que el hombre de la calle dice: "¡es una inmoralidad!" Nunca fue nuestro fuerte el estado de derecho: ni en el XIX, el siglo de los pronunciamientos, ni en el largo camino de la Restauración a la guerra civil. La juridicidad tardó en abrirse paso en la posguerra. Sin embargo, en las Facultades de Derecho se enseñaba la racionalidad de las leyes. A los alumnos de Federico de Castro en Madrid nos resultaba obvio que la norma o la sentencia debían tener un fundamento intelectual, más allá de la imposición del poder. La ley es razón antes que voluntad. Por ahí va la base ética de la vida pública. No se puede uno refugiar en la tranquilidad de su "conciencia" –su arbitrariedad, quizá‑, ante hechos y argumentos intelectuales sólidos.

Desde la ética sólo cabe alegrarse ante la independencia de la justicia en Francia, sin excepciones personales: todo un ejemplo para quienes siguen empeñados por estos pagos en liquidar a Montesquieu. Como decía Tomás de Aquino y repitió Pieper, "la corrupción de la justicia tiene dos causas: la falsa prudencia del sabio y la violencia del poderoso".

 
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