Acerca del pudor en tiempos de transparencia y desnudez

Viene a cuento de que, el último día de julio, incluía el resumen de un blog de Beatrice Copper-Royer, del propio Le Monde, titulado "El pudor: un valor a no tirar al cesto" (mantengo el galicismo para no alargar la frase). Confieso que me sorprendió, pues el diario parisino no es precisamente pacato.

El artículo arranca contando cómo una madre y su hijo de cinco años daban vueltas al regalo de cumpleaños del padre. Y el chaval, con decisión, propuso comprarle un pijama. Se ve que no le gustaba que su padre durmiera desnudo y se pasease sin ropa por la casa con plena tranquilidad. Comenta la autora: "Probablemente, atrapado en el torbellino de una sexualidad infantil que hace a un niño de esa edad particularmente sensible y vulnerable, el cuerpo desnudo de su padre le inquietaba y le provocaba emociones complejas".

Los niños pequeños no son púdicos por naturaleza. Se trata más bien de un valor que se les inculca. Tiene importancia, porque así toman conciencia de su intimidad: "entre cada uno y los demás, hay una frontera: lo íntimo no se comparte con no importa cuándo, cómo ni quién". En el fondo, ese aprendizaje conduce también al respeto mutuo.

Béatrice Copper-Royer es psicóloga clínica, especializada en infancia y adolescencia. Parece saber de lo que habla, y se pone la venda antes de la herida: "ya estoy oyendo los comentarios: ¿no es mojigatería todo este discurso? ¿No es un recordatorio de valores burgueses y reaccionarios, petrificados en convenciones sociales?"

No es cuestión de extremismo, sino de prudencia. Al cabo, no es lo mismo ver accidentalmente la desnudez de los padres que tenerla siempre a la vista. Porque forma parte de su intimidad, que no tienen por qué compartir los hijos. Con el pudor, el niño aprende, ya en torno a los tres años, que su propio cuerpo sólo le pertenece a él, y nadie tiene derecho a apropiárselo ni con la mirada ni con el tacto.

Con mayor motivo puede ser más negativa la promiscuidad en la primera adolescencia, cuando el crecimiento provoca nuevas e intensas emociones con frecuencia desestabilizadoras. Surge entonces la paradoja: el adolescente, celoso de su intimidad en el ámbito de la familia, se despliega casi sin límites en las Redes sociales, hasta llegar a auténticos exhibicionismos. Concluye la autora: "es preciso no sólo enseñar a los niños que esos valores son importantes y les protegen, sino también recordárselo sin cansancio años después, cuando se abandonan delante de sus pantallas".

Así lo señalaba también el semanario Time en un reciente reportaje sobre el narcisismo de la joven generación. Muchos internautas se han sorprendido con la supervigilancia electrónica protagonizada por su Gobierno. Protestan por una intromisión..., compatible con la abundancia de los datos que dejan cada día en la Red. Facebook habla de que recibe a diario en todo el mundo casi cinco mil millones de posts, de los cuales trescientos millones son fotos.

La falta de pudor alcanza también hoy al varón supuestamente maduro, al que no le importa mostrar piernas peludas en medio del asfalto; o a la mujer, a veces demasiado madura, que descubre ombligo, muslos y senos, aunque la mirada ajena se aleje de tanta carne maltrecha.

Las personas que se quejan del espionaje masivo tampoco tienen reparo en participar activa y prolíficamente en las Redes. Se produce un juego incierto entre intimidad y transparencia, entre vida privada y seguridades. Al final, prevalecen las ventajas de Internet sobre los posibles inconvenientes. Es más: la joven generación no entiende ya la vida sin esa continua presencia en las Redes sociales. Probablemente sólo los padres que sepan ganarse la confianza de sus hijos, podrán ayudarles a entender la importancia y el contenido práctico de valores como el pudor y la intimidad. En el fondo, está en juego la auténtica madurez de la persona.

 
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