Abrazo del papa Pablo VI al patriarca Atanágoras

El motivo del viaje del papa Francisco a Tierra santa es conmemorar un hecho histórico, que señalo en el título de este comentario. Han pasado cincuenta años, y prosigue –aun lentamente‑ la aproximación entre católicos y ortodoxos. Sin duda, el actual patriarca de Estambul continúa en la estela ecuménica de su predecesor por razones teológicas de fondo. Además, la creciente cristianofobia en Oriente Medio no puede por menos de aportar un efecto positivo en ese campo de la unión de los cristianos.

            Ante esa realidad, dan pena los comentarios de tantos medios de comunicación occidentales sobre el carácter “político” del viaje del papa Francisco a Jordania e Israel. No aceptan que se trate de una peregrinación religiosa. Aunque, en realidad, vista la miopía de los líderes europeos en el contexto de la última campaña electoral, el viaje tendrá realmente mucha carga política, porque Francisco hablará de las grandes cuestiones del momento…, ausentes casi por completo en el lenguaje de los líderes de los partidos, a los que sólo parece interesar el corto plazo. Si Aristóteles levantara la cabeza…

            El papa es el gran heraldo de la paz interreligiosa y de la unidad entre los cristianos, mal que les pese a tantos extremistas, como los exiguos judíos ultraortodoxos de Israel que intentaron sabotear la peregrinación apostólica de Francisco. No han conseguido nada, salvo acentuar las medidas oficiales de seguridad, porque el gobierno de Tel Aviv no está por esa labor. Menos aún ante la visita de un pontífice que llega acompañado del rabino de Buenos Aires, con quien publicó hace años un libro, y se ha manifestado enérgicamente contra los prejuicios anticatólicos extremistas.

            En cierto modo, se han repetido planteamientos agoreros que precedían a cualquier viaje de Juan Pablo II o de Benedicto XVI. Los hechos se encargaban luego de mostrar lo infundadas de las previsiones. Pero volvían a repetirse una y otra vez. Escribo mediado el viaje, con la convicción de que todo sale bien, una vez más, porque el mundo necesita la palabra orientadora de la gran autoridad planetaria que viene de Roma, más allá de prejuicios y persecuciones.

            Al contrario, y aparte del objetivo radical de consolidar la amistad católico-ortodoxa, Francisco querría contribuir a frenar el éxodo de los cristianos, acentuado por violencias contra la libertad religiosa en el próximo Oriente y, de modo particular, en Palestina. Se comprende que tantas familias abandonen los lugares donde nacieron y han vivido pacíficamente hasta fechas recientes. Pero, como hizo Benedicto XVI con el sínodo extraordinario sobre las iglesias en Oriente Medio, se impone urgir la cooperación internacional para que cese esa injusticia contra comunidades religiosas dos veces milenarias: no tiene sentido que los cristianos deban abandonar la tierra donde nació y vivió Jesucristo.

            En Tierra santa, como en otras zonas de la región, los católicos están en medio de conflictos islamistas de los que no son parte, sino sólo víctimas. Aun sin violencias, basta pensar en sus dificultades como consecuencia del muro antipalestino construido por Tel Aviv –ante el que se detuvo a rezar el pontífice‑, o del extremismo de Hamas en Gaza.

            Pero en la práctica, tanto en Israel como en otros Estados vecinos, la opresión anticristiana ha tenido un efecto no querido por los verdugos: la aproximación de católicos y ortodoxos, unidos ante la injusta violencia que no distingue entre convicciones históricas. Algo de esto anima también las conversaciones de Francisco con Bartolomé, patriarca ecuménico de Estambul, que viene distinguiéndose por su cercanía hacia Roma.

            ¿Por qué no soñar con que se recomponga un milenio después la unidad rota en 1054? Así lo anticipa el nuevo abrazo entre los sucesores de dos apóstoles hermanos, Pedro y Andrés, venerados de modo particular en Roma y Constantinopla.

Salvador Bernal 

 


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