Santidad y familia

¿Cómo la familia puede contribuir a que brille la luz de la fe en el mundo? ¿Qué necesita la familia para realizar esa alta misión? Son preguntas que debemos hacernos los cristianos. Pero quizá primero habría que preguntarse qué es la santidad, si tiene que ver con la Iglesia, si es posible en la vida ordinaria, si no será, la santidad, una pretensión exagerada para el común de los mortales.

            1. ¿Qué es la santidad? En su más amplia acepción, lo santo, según el diccionario del castellano, es lo perfecto o libre de toda culpa. Para la Biblia la santidad está propiamente y solamente en Dios. Derivadamente se considera santo lo que está en relación con Dios, bien sean personas u otras realidades (como el templo, el sábado, el pueblo elegido). El Nuevo Testamento aplica el calificativo santo a Jesús de Nazaret, Hijo de Dios hecho carne (cf. Hch 3, 14; Ap 3, 7); y a partir de Jesús, a la Iglesia por Él santificada (cf. Ap 21, 2) y a los cristianos, por estar llamados a la santidad (cf. 2 Ts 1, 10; Hch 9, 13), los llama “santos” (cf. Ef 1, 1).

            Con referencia a las personas, la santidad puede considerarse como fruto de la acción del Espíritu Santo que nos da a participar la vida divina (santidad ontológica), o como manifestación de esa vida en las actitudes y obras del cristiano (santidad moral). En este sentido la santidad cristiana es un signo decisivo de la credibilidad del mensaje del Evangelio.

¿Hay una sola o diversas clases de santidad? En la perspectiva bíblica la santidad es una y única y destinada a todos, a través de distintas etapas y mediaciones; pero esto no ha sido bien comprendido al menos hasta el Concilio Vaticano II, que proclama la llamada universal a la santidad (cf. LG 11).

La llamada universal a la santidad comporta una llamada universal al apostolado o a la evangelización (cf. LG. 33), con el fin de comunicar el mensaje del Evangelio. Es decir, la buena noticia de que Cristo es la verdadera vida, presente y futura, del mundo, también a través de los cristianos.

Ahora bien, para que esto se lleve a cabo es preciso que haya muchos “cristianos de la calle” (fieles laicos) –y no sólo clérigos o personas consagradas en el sentido canónico– que se tomen en serio la santidad, también “en” y “por” las cosas del mundo: en las familias y a través del trabajo, de las tareas culturales, sociales y políticas, en el ocio y el deporte, en todas las etapas y condiciones de la existencia humana.

¿Cómo, si no, podrá mostrarse que sólo en Cristo se encuentra la respuesta a tantas cuestiones vitales como la primacía del amor, la bondad originaria del mundo, la validez de la razón, el atractivo de la belleza que conduce a la verdad, la estrecha conexión entre culto a Dios y compromiso social, la esperanza en un progreso auténtico, etc.?

            2. ¿Qué tiene que ver la santidad con la Iglesia? Es importante percibir que la llamada universal a la santidad la sitúa el Concilio Vaticano II en el contexto de la santidad de la Iglesia, una prerrogativa que va unida a la necesidad de purificación de los cristianos (cf. LG 8 ss). La Iglesia tiene como misión que el mundo conozca a Dios y le alabe, porque sólo en Él está la vida verdadera. Los cristianos son los primeros que deben vivir en sí mismos ese “culto espiritual” que consiste en ofrecer su vida en alabanza a Dios y servicio a los demás en sus necesidades materiales y espirituales. ¿Y de qué medios disponen para esto que es la concreción de la santidad? Principalmente –responde el Concilio–, de los sacramentos y de las virtudes.

Que la santidad cristiana se da en el marco de la santidad de la Iglesia quiere decir también que la fe no es individualista, no es algo solitario, como el producto de mi pensamiento, ni se puede vivir al margen de los demás cristianos: “Nuestra fe es verdaderamente personal, solo si es a la vez comunitaria: puede ser ‘mi fe’, solo si vive y se mueve en el ‘nosotros’ de la Iglesia, solo si es nuestra fe, nuestra fe común en la única Iglesia” (Benedicto XVI, Audiencia general, 31-X-2012).

 

La llamada universal a la santidad está en el nombre mismo de la Iglesia (del griego ek-klesis) con-vocación o vocación de muchos, llamada a la santidad y al apostolado, para extender la manifestación amorosa de Dios en Cristo.

3. ¿Es posible la santidad en la vida ordinaria? Hasta ahora hemos visto que la santidad (la unión con Dios que se traduce en el en el testimonio de Cristo y en el servicio a los demás) es la vocación universal, proclamada por la Iglesia. Solo hay una santidad, no hay “clases” de santidad, como santidad de primera y de segunda. La santidad debe ser vivida por cada cristiano según los dones que Dios le haya dado y según las condiciones de su vida; por tanto, para la mayor parte de los bautizados (fieles laicos), la santidad se desarrolla en la vida ordinaria. Y esa vida ordinaria incluye la vida de familia.

Ahora bien, muchos tienen la impresión de que los santos eran gentes especiales, extraordinarias, que casi no pisaban el suelo, que no estaban hechas de carne y hueso. Sin embargo, como dijo Benedicto XVI al concluir dos años de catequesis sobre los santos (13-IV-2011), “la santidad, la plenitud de la vida cristiana, no consiste en el realizar empresas extraordinarias, sino en la unión con Cristo, en el vivir sus misterios, en el hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos”.

Por tanto –seguía explicando el Papa Ratzinger– una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo sino de dejarse hacer por Dios, dejarse transformar por el Espíritu Santo desde el Bautismo. En último término, la santidad no es otra cosa que la caridad plenamente vivida: el amor a Dios sobre todas las cosas y el amor al prójimo por Dios. Este “dejarse hacer” por Dios requiere el contacto con Cristo, sobre todo en la misa de cada domingo, en la oración de cada día, en una vida que siga el camino de los Mandamientos.

4. ¿No será exagerado proponerse la santidad? Esto es lo que han hecho los santos, no sólo los “grandes santos”, más conocidos, sino también los santos sencillos e incluso tantas personas buenas que nunca serán canonizadas, pero que son para los demás luz por su coherencia cristiana.
            “No tengamos miedo –concluía Benedicto XVI– de mirar hacia lo alto, hacia las alturas de Dios; no tengamos miedo de que Dios nos pida demasiado, sino dejémonos guiar por su Palabra en todas las acciones cotidianas, aunque nos sintamos pobres, inadecuados, pecadores: Él será quien nos transforme según su amor”.
            La santidad es una vocación alta, pero asequible para todos. A algunos, Dios les da una especial fortaleza, para que testimonien su fe hasta el martirio. A todos, como el Papa Francisco ha recordado, la santidad nos pide vencer las tentaciones de la comodidad y de la indiferencia respecto a las necesidades de los demás, acogerles con misericordia dándoles también lo mejor de nosotros mismos, es decir la vida de Cristo.

“Y esto conlleva –observa Francisco– no encerrarse en uno mismo, en los propios problemas, en las propias ideas, en los propios intereses, en ese pequeño mundito que nos hace tanto daño, sino salir e ir al encuentro de quien tiene necesidad de atención, compresión y ayuda, para llevarle la cálida cercanía del amor de Dios, a través de gestos concretos de delicadeza, de afecto sincero y de amor (Papa Francisco, Homilía en la canonización de los mártires de Otranto, 12-V-2013).

            5. ¿Cómo puede cada familia buscar la santidad? En la perspectiva de los sínodos sobre la familia, cabe preguntarse cómo la familia, en cuanto tal, está llamada a esta santidad en lo cotidiano, realmente buscada y vivida; cómo se expresa en y desde la familia esa unión con Dios propia de la santidad (alabanza y acción de gracias, oración y vida sacramental), que se traduce en la apertura a los demás, a sus necesidades de todo tipo; y qué necesita la familia –de cada uno de sus miembros, de otras personas e instituciones sociales, educativas y eclesiales– para llevar a cabo esta alta misión: vivir la santidad y manifestarla.

No todo son problemas. Hay muchas familias que son un testimonio de luz y de vida cristiana. Y por eso cabría pedirles que aporten sus valiosas experiencias: cómo lo hacen, qué se proponen, con qué medios, etc., de modo que todo eso pueda conocerse, compartirse, perfeccionarse. Hay en las familias tantas valiosas experiencias que dan felicidad, siempre acompañada de sacrificio y de generosidad.

Ramiro Pellitero, Universidad de Navarra
iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com


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