Renunciar a los ídolos

En primer lugar el anuncio. Este no consiste solo en palabras, sino que ante todo se realiza con el testimonio de la vida, "con la entrega de nosotros mismos, sin reservas, sin cálculos, a veces a costa incluso de nuestra vida", como Jesús anunció a Pedro (cf. Jn 21, 18).

Y de nuevo nos pregunta el Papa: " ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe? ¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios?".

Ciertamente, explica Francisco, el testimonio de la fe tiene muchas formas, como un gran mural con variedad de colores y matices. Entre ellas se refirió al testimonio "escondido de quien vive con sencillez su fe en lo cotidiano de las relaciones de familia, de trabajo, de amistad"; y además está el testimonio de los mártires (palabra que quiere decir precisamente "testigos"), marcada con el precio de su sangre.

Pero en todo caso, "no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la vida. Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios, y dar gloria a Dios". Así lo aconsejaba también San Francisco de Asís. Y el Papa Francisco señala con claridad: "La incoherencia de los fieles y los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen, entre la palabra y el modo de vivir, mina la credibilidad de la Iglesia".

Anuncio y testimonio. Pues bien, esto –continúa– solamente es posible si reconocemos a Jesucristo, si estamos junto a él, si le rezamos, si le adoramos (cf. Jn 21, 12; Ap. 5, 11-14) Por eso insiste el Papa Francisco, preguntando: "Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios?" Se trata, señala el Papa, de pararse para dialogar con Dios de modo que su presencia llegue a ser la que ilumine, determine y vivifique toda nuestra vida.

Esto tiene como consecuencia "despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la ambición, el carrerismo, el gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos apegados, y muchos otros".

De nuevo nos invita a examinarnos con sinceridad: "¿He pensado en qué ídolo oculto tengo en mi vida que me impide adorar al Señor?"; pues "adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida".

Un mes antes, en la parroquia de Santa Ana, el Papa Francisco daba ya nombre a uno de esos ídolos: la falta de misericordia, el pensar que solamente son los demás, y no nosotros mismos, quienes han arrepentirse. "Nosotros somos este pueblo que, por un lado, quiere oír a Jesús pero que, por otro, a veces nos gusta hacer daño a los otros, condenar a los demás". Nos consideramos justos, cuando realmente somos más bien fariseos (cf. Jn 8, 4-5; Mc 2, 16; Lc 18, 11s.) (cf. Homilía, 17-III-2013).

Cuánta razón tiene el Papa, y qué buena sería esa renuncia a los ídolos, comenzando por ese que con frecuencia "adoramos": nosotros mismos.

 

Ramiro Pellitero, Universidad de Navarraiglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.es

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