Dimensiones de la coherencia cristiana

En el Documento de Aparecida puede leerse: “Cuando hablamos de una educación cristiana entendemos que el maestro educa hacia un proyecto de ser humano en el que habite Jesucristo con el poder transformador de su vida nueva” (n. 332). Esto tiene especial interés en la perspectiva del próximo Sínodo sobre los jóvenes.

La formación cristiana está centrada en Cristo. San Pablo exhorta a los Filipenses para que tengan “los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Flp 2, 5). Y a los Corintios les dice que tienen “la mente de Cristo” (1 Co 2, 16). La carta a los Hebreos explica la entrega de Cristo en toda su vida, y especialmente en la Cruz, por la salvación de todos los hombres. Estas son las coordenadas de la educación cristiana, sobre la base de la antropología bíblica, que ve a la persona como imagen de Dios (cf. Gn 1, 27).

Por tanto la educación cristiana se asienta sobre los fundamentos antropológicos y éticos de la racionalidad, de la afectividad y de la dimensión social. Pero no se queda a nivel meramente humano, sino que asume esas tres dimensiones en la plenitud de Jesucristo, que da así unidad al vivir cristiano. En efecto, “Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et spes, 22).

Todo ello requiere de los educadores unas adecuadas disposiciones y actitudes, que comienzan por cultivar la amistad personal con Jesucristo y, al mismo tiempo, conocer en profundidad el mundo en que vivimos y las personas que nos encontramos. 

Nos referimos primero a la dimensión de la experiencia personal, con su gran carga de afectividad. A nivel antropológico esto tiene que ver con la sensibilidad como capacidad para captar la belleza. Esto pide una educación ética de los deseos o de los valores. Un desequilibrio por exceso en este terreno sería una educación de tipo sentimentalista, que abocaría en el individualismo afectivo; así como el desequilibrio por defecto llevaría a una educación intelectualista abocada a un individualismo voluntarista cerrado a la dimensión social.

En la perspectiva cristiana, la educación de la afectividad precisa de la “experiencia cristiana”, que se realiza en la oración y de la vida sacramental, primero del educador mismo. Aquí tiene su lugar importante la educación litúrgica. El fruto es el amor a Dios y a los demás (caridad). Educar en esta dimensión pide escuchar –escuchar mucho- para comprender y discernir, reflexionar y dialogar. Y así se puede enseñar a los jóvenes y a todos para que, haciéndolo en libertad, alcancen una personalidad madura que pueda ir adquiriendo la “sensibilidad” de Cristo. En este contexto adquiere relieve la importancia de que toda educación cristiana y toda enseñanza religiosa sea impartida por quienes lo hacen desde una perspectiva vital coherente con lo que imparten y enseñan.

Sigamos por la dimensión de la racionalidad. Tiene que ver con la preparación científica, doctrinal y teológica, por tanto, con la verdad. En la experiencia ética de la humanidad la racionalidad se traduce en las normas morales. Es cierto que, como decía Benedicto XVI, la razón –hoy fundamentalmente empírica– necesita ser ampliada por su apertura a la ética, a la sabiduría y a la fe. Un exceso unilateral de la razón podría llevar a un intelectualismo o racionalismo cerrado. La educación de la racionalidad debe ir asociada a la educación de la voluntad. De lo contrario puede surgir también el voluntarismo, que no contribuye a la madurez personal.  

En cuanto a la fe, se trata de la fe vivida. No de una fe teórica o iluminada, como han propugnado los gnósticos de todos los tiempos. Tampoco hay que caer en la salvación por las meras obras humanas, como han sostenido los pelagianos. Una buena educación cristiana tiene presente la doctrina –que comprende los principios fundamentales de la fe,  de la liturgia y de la moral cristianas– a la vez que se sitúa con las personas y sus circunstancias concretas. Se ocupa de reforzar la identidad cristiana en la inteligencia y en la voluntad. Y al mismo tiempo atiende a las otras dimensiones de la persona: los sentimientos, el diálogo con los demás, y, siempre, su apertura a Dios. Es así como se configura la “mente” de Cristo. De nuevo destaca con fuerza la solidez de esa identidad cristiana requerida en el educador o maestro para mostrar esas dimensiones a los que han elegido adquirirlas.

Pasemos a la dimensión social, verdadera solidaridad en Cristo, que incluye los aspectos familiares y eclesiales. A nivel antropológico y ético se precisa educar para comprender y para servir: cabeza, corazón y manos. Crecer como persona significa buscar la belleza, la verdad y el bien.  Necesita educar en los deseos y los valores auténticamente bellos, en las verdaderas normas y en las virtudes que nos hacen mejores y más capaces de trabajar por los demás. Es la dimensión de la comunicación y del lenguaje, de la sensibilidad social y del interés por el bien común. Si es un error diluir la responsabilidad personal y esquivar el esfuerzo, lo es, y no menor, vivir encerrado en uno mismo.

 

En la perspectiva cristiana, esto lleva a redescubrir que la vocación a la santidad comporta implicarse en la misión. Para esto ayuda mucho la educación bíblica. Ser cristiano –como expresa la palabra misma– significa participar en la misión redentora de Cristo, morir como el grano de trigo para dar fruto (cf. Jn 12, 24). Trabajar en unión con Cristo es vivir, en las circunstancias concretas de cada día, con la esperanza de la gloria (cf. Col 1, 27). El educador cristiano hace cultura de justicia y de misericordia, enseña a cuidar la Tierra para todos, especialmente para los más débiles y desprotegidos. En ellos está Cristo y quien no le reconoce así no crece en el bien, no crece como persona ni como cristiano. Por eso cada una de las comunidades y grupos cristianos deberían ser escuelas de sensibilidad social, familiar y eclesial, vivida y comprendida desde el encuentro con Cristo. Y ante todo la familia misma es el primer pilar que sostiene y realiza la apertura social de los hijos, que han de ser llevados a ella por el testimonio del vivir de los padres, abuelos, hermanos mayores, etc.

Finalmente, cabe subrayar que la educación cristiana es educación trascendente. Toda buena educación –lo hemos visto ya– enseña a salir de sí mismo (sin olvidar la aceptación de uno mismo) y recorrer los senderos que llevan a Dios y a los demás: los caminos del corazón (la belleza), de la razón (la verdad) o de la solidaridad (el bien). Lleva a una fidelidad dinámica, al discernimiento de la prudencia y a la formación de la conciencia.

El educador cristiano debe recorrer personalmente esos caminos antes que sus alumnos y junto con ellos. Está convencido de que sin Cristo no es posible lograr la plena felicidad y realizar completamente el bien, encontrar del todo la luz de la verdad, construir una convivencia duradera y alcanzar la belleza definitiva, establecer el vínculo entre lo pequeño de cada día y la eternidad. No desprecia ni infravalora cualquiera de los caminos humanos, pero sabe que solo Cristo es Alfa y Omega, solo salvan los caminos que llevan a Cristo.  Esta educación no es posible en un ambiente relativista o laicista. Tampoco con una mentalidad fideísta o fundamentalista.

En definitiva, educar en cristiano significa, comenzando por el educador, mirar la realidad desde la perspectiva de la fe, comprender la situación y tomar las decisiones adecuadas para ser fieles a la vocación cristiana en el día a día y contribuir a la única Misión de la Iglesia, cada uno según sus dones, ministerios y carismas. Tal es la verdad cristiana de la acción, también de la acción educativa.

Por eso no tiene sentido oponer la fidelidad a la creatividad, la doctrina a la vida, lo personal a lo social. La atención a la realidad, también en la educación, pide equilibrio, ponderación, integración, capacidad de valoración, distinguir lo esencial de lo accidental –cuestión no siempre fácil–. Este discernimiento requiere por parte del educador determinadas actitudes como el desprendimiento de sí mismo (del propio interés y juicio), la oración, el estudio y el diálogo. Así hace posible su tarea, que consiste en colaborar con la acción misma de Dios –la gracia– en las personas, para configurar en ellas la mente, la sensibilidad y la solidaridad de Cristo.

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