Cristiano, nombre de misión

Misión, dice el diccionario, es el poder o la facultad que se da a alguien para ir a desempeñar algún cometido. Hoy la palabra misión se usa también para indicar, en una empresa, una declaración duradera del objeto, propósito o razón de ser de esa empresa. El cristiano lleva en su nombre –seguidor de Cristo, miembro de Cristo– su misión, esto es, trabajar para que se cumpla en el tiempo la misión de Cristo, comunicar a los hombres el Amor de Dios hacia cada uno.

            En su mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones, que se celebrará este año el 19 de octubre, comienza el Papa Francisco diciendo: “Hoy en día todavía hay mucha gente que no conoce a Jesucristo”. Esta jornada es, de un lado, “una celebración de gracia y alegría”. Al mismo tiempo, una ocasión para todos los cristianos de comprometernos con oraciones y gestos concretos de solidaridad para ayudar a las iglesias jóvenes en los territorios de misión”.

            Sin duda todo ello ha de ser manifestación de esa convicción de lo que somos todos los cristianos: misioneros –en sentido amplio–, apóstoles, evangelizadores. O si no, no somos cristianos. Es esta una convicción que, sin embargo, está lejos de arraigar en muchos de nosotros. Y no debería ser así, pues sobre todo a partir del sacramento de la Confirmación nos hemos convertido en apóstoles y discípulos que envía Jesús para ser sus testigos. Nosotros, en nuestro ambiente, en medio de las tareas familiares y profesionales, sociales y culturales, etc., hemos de dar ese testimonio bañado de alegría, de la alegría de quien ha encontrado a Jesús y vive por Él, con Él y en Él, y por eso aspira a un mundo mejor.

            Ahora bien, para descubrir a Jesús, al verdadero Jesús que es Dios y hombre, hay que hacerse pequeños. Jesús se alegra de que Dios se revele a los pequeños (cf. Lc, 10, 21). Y Dios –escribe Francisco– se esconde de aquellos que están demasiado llenos de sí mismos y pretenden saberlo ya todo. Están cegados por su propia presunción y no le dejan espacio.

            “Uno puede pensar fácilmente en algunos de los contemporáneos de Jesús, que Él mismo amonestó en varias ocasiones, pero se trata de un peligro que siempre ha existido, y que nos afecta también a nosotros”. Los pequeños, explica el Papa, son “los humildes, los sencillos, los pobres, los marginados, los sin voz, los que están cansados y oprimidos a los que Jesús ha llamado ‘benditos’”. Y entre ellos sitúa a María y a José, a los pescadores de Galilea y a los demás discípulos.

            El apostolado cristiano –que es posible ejercitar de muchas maneras diferentes– es fruto del “poder” que Dios nos ha dado de hacernos pequeños, para colaborar en esta “empresa” de testimoniar su amor. El día que en todas las catequesis y cursos de formación a los cristianos nos quede claro que hemos de ser misioneros, habremos comenzado una nueva etapa –más gozosa, realista y arriesgada– del cristianismo.

            “La alegría del Evangelio –observa Francisco en la exhortación que lleva ese título– llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (Evangelii gaudium, 1).

            Esto es justo lo que necesitamos todos: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada” (Ibid., 2). 

            Y ese compromiso misionero, que debería afectarnos desde lo más íntimo, señala ahora el Papa para que lo tengamos claro, “se expresa tanto en la preocupación de anunciarlo en los lugares más distantes –como hacen los misioneros oficialmente encargados por la Iglesia–, como en una salida constante hacia las periferias del propio territorio, donde hay más personas pobres que esperan”. Son periferias, en este sentido, todo lo que nos rodea, consumidos –como estamos muchas veces– por nuestros propios pensamientos, planes y horizontes, con frecuencia interesados en poco más que en nosotros mismos.

 

            Por eso viene muy bien que Francisco nos hable de fervor apostólico, de alegría y entusiasmo, de compartir lo que tenemos con los pobres que abundan en todas las miserias.

            Pero –parece que pensamos, todavía echando balones fuera– en el mundo actual hay pocos misioneros, y pocas vocaciones de misioneros. No es así, sigue habiéndolas. Las vocaciones para seguir de cerca a Jesucristo y entregarle la vida para los demás surgen, nos recuerda el Papa, también entre los laicos, “donde hay alegría, fervor, deseo de llevar a Cristo a los demás” y donde a esa alegría se une una buena formación.

            A todos hemos de invitarlos para que se acerquen a Dios, pues solo en Dios, como decía el papa Ratzinger, hay futuro. A los que ya procuramos hacerlo, nos exhorta el Papa “a recordar, como en una peregrinación interior, el ‘primer amor’ con el que el Señor Jesucristo ha encendido los corazones de cada uno, no por un sentimiento de nostalgia, sino para perseverar en la alegría”, y para compartirla junto con la fe, la esperanza y el amor.

            Así que, al mismo tiempo que celebramos y agradecemos –con la oración y la ayuda que podamos–  la tarea de los misioneros, hemos de caer en la cuenta de nuestra misión apostólica, la que tenemos por ser cristianos, no importa en esto las circunstancias, favorables o adversas. Siempre podemos ayudar a otros: los padres y madres de familia a sus hijos, vecinos y conocidos, los educadores a quienes dependen de nosotros, los profesionales a sus compañeros, los jóvenes a sus amigos, los ancianos a los que puedan aconsejar desde su experiencia. Y podremos a condición de que cada día nos abramos un poco más al amor que Dios nos ha dado para que lo comuniquemos.

            Hemos de “responder” a esa llamada sin sentirnos poseedores de la verdad, sino respetuosos con las opiniones de los demás y su búsqueda, que siempre es parte de la nuestra. Nuestra primera y principal palabra ha de ser la coherencia que procuramos vivir. Amablemente y con alegría, evitando las polémicas y la manía de querer tener siempre la razón, estaremos dispuestos a rectificar en tantas cosas que tenemos aún que descubrir, en este camino grande y bello que es el cristianismo.

            Y esto, con cierta urgencia, pues no tenemos todo el tiempo del mundo, sino solo un poco, para realizar la “misión” que Dios nos pide o nos pedirá. Para esa misión nos lleva tiempo preparando, quizá sin que lo sepamos, como ha dicho también Francisco en su predicación de estos días (cf. Homilía en Santa Marta, 13 de junio de 2014).

            A nosotros nos toca dejarnos conducir con serenidad, caminar en la obediencia de la fe, apoyándonos en la oración y en el discernimiento.


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