El yihadismo y el fracaso de la secularización del islam, ¿unidos para siempre?

A los que luchan por Dios con su hacienda y sus personas, Dios los distingue, por encima de los que se quedan en casa, con una magnífica recompensa y son los verdaderos creyentes. Las palabras anteriores sintetizan el contenido de los versículos del Corán que la tradición musulmana relaciona con el yihad, la lucha por la causa de Dios. Contrariamente a lo que pueda pensarse al hilo de las últimas acciones terroristas del yihadismo, desgraciadamente sinónimo de terrorismo, la ambigüedad natural del Corán no facilita dilucidar la clase de lucha que es yihad. En determinados contextos, revela un sentido militar (lo que la tradición denomina el yihad menor) mientras que en otros, al desdibujarse lo militar, se ha interpretado como la lucha ascética, la prueba que experimenta el creyente para demostrar a Dios el merecimiento de la recompensa (el yihad mayor). Ambos yihad entrecruzan sus sentidos y la guerra es también mérito para alcanzar el premio divino. Los que luchan o se esfuerzan por Dios, con las armas o con el empeño personal, son los combatientes, los renombrados muyahidines.

Hace dos siglos, cuando el islam entró en contacto con la modernidad, surgieron los primeros intentos de secularización cuyo fruto primaveral más sabroso fue el panarabismo de gusto socialista. Se inició un proceso reformista que persiguió integrar los valores de la modernidad sin destruir los fundamentos del islam genuino, una vía dolorosa con dos salidas contrarias: modernizar el islam o islamizar la modernidad. Los entonces recién nacidos movimientos fundamentalistas se criaron a los pechos de esta última salida. Sus pensadores, como el intelectual afgano del XIX formado en Europa, Yamal al-Din al-Afgani, vislumbraron la necesidad de instaurar de nuevo una autoridad islámica incuestionable, un Estado islámico sin definición geográfica previa, que unificara bajo su mando a todos los musulmanes y devolviera al islam la supremacía y el esplendor perdidos. Hoy este Estado Islámico busca su delimitación geográfica. Sayyid Qutb, discípulo aventajado del iniciador de los Hermanos Musulmanes, defensor del yihad militarista, fue ejecutado públicamente en Egipto en 1966. Había  entregado su vida por la causa de Dios. En sus escritos proclamó la necesidad del combate para que el islam asumiera el mando. Ser musulmán y ser combatiente era lo mismo y la única finalidad de la lucha por Dios era imponer el orden divino, la Ley islámica, en el mundo terrenal.

Como es bien sabido, la Europa cristiana llevó a cabo un proceso de secularización en el que poder político y religión se divorciaron, si es que realmente alguna vez llegaron a ser una sola carne. Hay una corriente islámica contraria a la lucha armada que afirma que el yihad nada tiene que ver con la espada. Pero su argumentación choca contra un obstáculo insalvable. La separación entre poder político y religión fue posible en Europa porque no contradecía el espíritu genuino del cristianismo donde desde el principio quedó claro lo que pertenecía a Dios y lo que pertenecía al César. Jesús declaró con rotundidad ante Pilato que su reino no era de este mundo. Condenó el uso de la espada para defender su causa. Como afirmaba Benedicto XVI, Cristo es el rey sin poder cuya fuerza misteriosa temen y anhelan los poderes de este mundo. Los apóstoles entregaron su vida, pero no organizaron ni un ejército ni un Estado. El cristianismo siguió una línea ascendente: desde los desposeídos hasta el poder. El islam, una línea descendente: desde el poder hasta los desposeídos. Mahoma y sus compañeros, organizaron ejércitos y Estado y guerrearon. Indicaron que el islam también es un reino de este mundo. Con el Corán en la mano, no se puede negar el sentido militar del yihad. El yihadismo tiene un clavo ardiente donde agarrarse. Parece que la secularización del islam, sin traicionar su espíritu genuino, es misión imposible. Y el yihadismo y el fracaso de la secularización, un matrimonio indisoluble.

 
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