Lo que el sufismo y el cristianismo tienen en común

Como la dimensión socio-política del islam, lo que habitualmente se denomina el islam político, es tan ruidosa, muy a menudo olvidamos la existencia de otra dimensión del islam, la espiritual, mucho más silenciosa y más afín, en algunos aspectos, al cristianismo. Si la primera está vinculada a las exigencias éticas de la experiencia religiosa y pretende materializarlas en un modelo de sociedad; la segunda, recoge una aspiración fundamental del ser humano, conocer lo Absoluto y experimentarlo en la propia vida, algo que, en principio, encajaría mejor con la espiritualidad cristiana.

Históricamente, esta última manifestación del islam cuajó en el sufismo. Nacido en el siglo VIII, se diversificó en diferentes movimientos y escuelas a lo largo de su historia, caracterizadas por tener diferentes prácticas e ideales. A pesar de esta diversidad, comparten una espiritualidad en la que la experiencia mística lleva al hombre a desvelar aquello que se encuentra velado en las profundidades de su ser y que no es otra cosa que la verdad divina. El sufí es un peregrino que hace de la búsqueda de Dios el fin último de su existencia. Sufíes afamados como Algacel, Al-Hallāŷ o el murciano Ibn Arabi, representan el culmen del movimiento, que siempre tuvo que defenderse de la acusación de herejía que espetaba contra él el islam ortodoxo. Lo más afín que puede haber entre el cristianismo y el islam, como el que el mundo y el hombre puedan llegar a ser reflejos divinos o el que el hombre pueda llegar a gozar de la verdad divina, son ideas peligrosamente heréticas para la ortodoxia suní. El Creador y lo creado se confunden y se viola la transcendencia y la unicidad divinas, porque surge la posibilidad de que el hombre se una con Dios o de que Dios inhabite en él (dicho sea de paso, llegados a este punto, el lector comprenderá inmediatamente lo espeluznantemente blasfema que es para la ortodoxia islámica la fe cristiana: el que Dios se encarne, que Él mismo se desvele y ya no permanezca oculto, junto con el hecho de que el hombre pueda compartir la vida divina, son una auténtica aberración).

La fundamentación coránica de la experiencia vital del sufí se encuentra en la sura de la Luz (24, 35) que define la esencia divina como la luz primordial. Los místicos sufíes interpretaron alegóricamente esta sura como figura del camino interior de todo el que busca el conocimiento divino, la Luz sobre Luz que Dios dirige a quien Él quiere. El Credo cristiano, desde los primeros siglos, proclamó a Jesucristo Luz de Luz. Muchos siglos después, un cronista siriaco del XIII, Bar Hebreo, puso en boca del emperador Heraclio un juicio acerca de la situación teológica de los musulmanes, que no deja de tener su aquel, y que también puede aplicarse al sufismo: «Veo a esta gente como la tenue luz de la primera aurora, cuando la oscuridad ya no es completa, pero, al mismo tiempo, no se ha hecho completamente la luz [...] Han dejado la oscuridad muy lejos, porque han rechazado adorar a los ídolos y adoran al Dios único, pero están privados de la luz perfecta, ya que están lejos de estar bajo la luz de nuestra fe cristiana y nuestra confesión ortodoxa». El cristianismo trajo el Sol naciente que permite distinguir con claridad el hilo blanco del hilo negro y que deshizo por completo la luz tenue de la primera aurora. Si hemos sido despertados de nuestro sueño, si nos hemos levantado de entre los muertos y Cristo nos ilumina, ¿para qué volver a luz de la primera aurora?


 
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