La fe, la razón y la cruz

«La tinta de los sabios es más poderosa que la sangre de los mártires». A estas palabras, que la tradición islámica atribuye a Mahoma, se recurre frecuentemente en diferentes foros (académicos y periodísticos, científicos y divulgativos) para ilustrar el interés del islam por el conocimiento y presentar su fe como racional frente a la irracional del cristianismo.

Sabio en árabe se dice alim, el conocedor, el erudito. Su plural, ulamá, dio en castellano la palabra ulema. Sabio es aquel que se doctora en el ilm, el conocimiento de las ciencias coránicas (exégesis y memorización del Corán, la tradición sobre el Profeta, la gramática árabe y la jurisprudencia) que se estudiaban y se estudian en las madrasas. La figura del ulema, igualando a la baja, es lo más parecido a la del teólogo cristiano. No es asimilable del todo a éste porque el concepto de teología en el islam no es el mismo que en el cristianismo, y porque su formación académica tampoco es igual, debido a que la relación entre teología y filosofía tampoco es la misma en estos dos ámbitos culturales. La actividad teológica en el islam consiste en defender la unicidad y la omnipotencia de Dios por medio de «la ciencia de la palabra» que emplea la lógica como instrumento. Es una actividad apologética en la que no se cuestiona ni se demuestra la existencia de Dios, algo evidente e indiscutible, y cuyo objetivo no es defenderla del ateísmo, sino de la asociación a Dios de otras entidades, divinas o no divinas. En ningún caso es un esfuerzo racional por comprender el misterio y acceder, aunque sea del modo limitado que nos permite nuestro conocimiento, a la verdad divina.

En los programas de estudios del ulema medieval y del actual, la filosofía representa un papel muy secundario (puede comprobarse si se visita, por ejemplo, la página de Al-Azhar). Se imparte con el objeto de refutar las ideas filosóficas contrarias a la religión. Ni el ulema ni el imán leen a Aristóteles. Los ulemas y los filósofos musulmanes caminan por la misma vía, pero en dirección contraria, cada uno refuta la legitimidad de la ciencia del otro para demostrar los atributos divinos. La Iglesia, por el contrario, institucionalizó la filosofía en las universidades medievales en las que formaba parte de la teología. Figuras como Santo Tomás de Aquino o San Buenaventura no existen en ámbito islámico. Se puede pensar en Al-Kindi, Al-Farabi, Avicena o Averroes, cuya aportación a la filosofía es innegable, pero filosofar era para ellos una actividad privada, profana e individual (Avicena era médico y Averroes era juez). No influyeron en el pensamiento religioso que sólo admitía el saber revelado como vía de acceso a la verdad divina y que, en las plumas de los ulemas y de los hombres de fe, como Al-Gacel, impidió a la religión abrirse a la transcendencia de la razón por considerarla peligrosa. La teología islámica ha acogido este legado con una fe más racionalista que racional.

La encíclica de San Juan Pablo II, Fides et Ratio, destaca cómo la teología y la filosofía han de ir siempre unidas. La primera para comprender el misterio y la segunda como esfuerzo especulativo propio de la razón para acceder a la verdad objetiva. Si se separan, ambas quedan despojadas de su verdad plena, de la verdad sobre Dios y de la verdad sobre el hombre, que es una sola verdad. Como explica este documento, hay un acontecimiento histórico, que entontece toda sabiduría y contra el cual se estrella la mente, si intenta reducir la sabiduría divina a pura lógica humana: la locura de la cruz. El misterio de amor de la cruz sobrepasa a la razón, pero le da a la razón la respuesta última sobre lo que no tiene sentido. Por eso, los cristianos vemos la sangre derramada del padre Jacques Hamel, asesinado en su parroquia de Saint-Etienne-du-Rouvray, más poderosa que la tinta de los sabios.


 
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