San Agustín, el cristianismo en el Magreb y la evangelización

Habitualmente oímos hablar de San Agustín o de su obra en numerosas ocasiones. Su personalidad arrebatadora y el sincero lirismo de sus Confesiones le hace omnipresente en homilías dominicales, conferencias sobre cristianismo, libros de espiritualidad e incluso en conversaciones con amigos entre los que se encuentre tanto alguna persona convertida al cristianismo recientemente como otras que son cristianas desde la infancia.

Pero pocas veces caemos en la cuenta de que el obispo de Hipona, uno de los representantes del brillante cristianismo que floreció en África entre los siglos IV y V, nació, vivió parte de su vida y murió en una región que en el siglo VIII comenzó a dejar de profesar el credo niceno-constantinopolitano para proclamar que hay un único Dios, cuyo enviado es el profeta Mahoma. Tagaste, ciudad natal de San Agustín, hoy Souk Ahras, e Hipona, hoy Annaba, actualmente son ciudades argelinas. En el siglo XI sólo había en África cinco obispos autóctonos cuando en la época de Tertuliano, San Cipriano y San Agustín había setecientas diócesis.

La presencia cristiana en el Magreb iniciada por los colonos romanos y los bereberes autóctonos conversos del siglo II quedó interrumpida. La división de la cristiandad como consecuencia de la acción cismática del donatismo y del arrianismo junto con la cristianización superficial de las zonas rurales beréberes no soportó el empuje de la nueva fe venida de Arabia.

La latinidad y el cristianismo cedieron su puesto a la cultura árabe y al islam. Más tarde surgiría el cristianismo magrebí actual: un cristianismo minoritario formado por fieles europeos. Lo impulsaron en el siglo XII las diferentes órdenes religiosas como los mercedarios, los trinitarios o los franciscanos y lo continuaron otras como los Padres Blancos o la fraternidad de Charles de Foucauld en la época colonial.  Todas ellas, junto con otras no nombradas, se implicaron en la evangelización del norte de África.

Si giramos la vista desde el Occidente, el Magreb, hacia el Oriente Medio, la trayectoria de los cristianos árabes orientales no ha sido muy diferente de la de sus hermanos magrebíes. Cristianismo dividido por cismas, arabización e islamización. Sin embargo, hay una diferencia notable: la presencia cristiana en Oriente nunca se ha interrumpido, sólo ha ido en declive hasta quedar reducida a una minoría. Es difícil dar con el por qué de esta diferencia.

Tal vez la respuesta sea que Oriente contó siempre con un monacato autóctono entre cuyas labores destacó la traducción del patrimonio literario cristiano, incluida la Sagrada Escritura, al árabe, a la nueva lengua vernácula. Por el contrario, en el Magreb, el monacato no prendió con la misma fuerza y acabó muriendo, y la Biblia nunca fue traducida a ninguna lengua beréber. Esta diferencia es un ejemplo de cómo valorar, cuidar y estudiar el patrimonio cultural cristiano es cuidar la misma fe cristiana y es también evangelizar incluso aunque los evangelizadores sean una minoría. Es alentador recordar que Jesús, María y José sólo eran tres en un mundo que no conocía a Cristo. Y es alentador pensar cómo hoy nadie recordaría el nombre de Hipona si su obispo no hubiera estudiado y si no hubiera compuesto unas cuantas obras que dieciséis siglos después seguimos leyendo con fruición para evangelizarnos y evangelizar.


 
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