Sonrisa, santidad, silencio

Hay quien se ha molestado por que más de 150.000 personas decidieran ir a un paraje algo desangelado, a las afueras de Madrid, a celebrar la beatificación de don Álvaro del Portillo. Hay quien ha querido ver en esta voluntad compartida por ir a misa un sábado por la mañana para recordar la figura de don Álvaro, un verdadero ejercicio de pirotecnia propagandística del Opus Dei.

Pero lo cierto es que, paseando entre los allí presentes, algunos venidos desde lugares tan remotos como Filipinas, México, Honduras o Nigeria, otros del barrio de al lado, muchos de cada rincón de Europa, todos ellos con un buen madrugón en el cuerpo, un largo viaje en autobús y otro no menos largo a pie, coincidían en las valoraciones del hombre de sonrisa sincera y ojos de azul cristalino que ha sido beatificado.

La sonrisa era su seña de identidad, una sonrisa tan impactante que, todos los que lo conocieron, de cerca, de lejos, o incluso en los muchos vídeos que recogen sus tertulias y sus homilías, recuerdan este gesto entrañable. Esa sonrisa encerraba la única realidad que puede llevar a la persona a no perder la alegría: una vida pegada a Cristo.

Porque no se trata de cifras, sino de mensajes. No sé, no me atrevo a escribirlo, si las más de 150.000 personas que “echaron la mañana” en Valdebebas, habían ido solo para figurar en la pirotécnica propaganda o no. Pero sí sé que el mensaje que don Álvaro del Portillo llevó con su sonrisa a los confines del mundo para dar a conocer a Dios, es un mensaje que no solo sigue vigente sino que hoy ha vuelto a interpelar a toda la cristiandad.

El mensaje no es otro que el de la santidad. Por lo que con tanto detalle describe nuestro colaborador Salvador Bernal en su extraordinaria biografía de don Álvaro, al nuevo beato no debió llevarle más que unos minutos interiorizar el mensaje de san Josemaría cuando lo conoció en 1935. El mensaje no era otro que la alegría de poder hacerse santos fuera donde fuera, en el trabajo, en la casa, en lo más cotidiano de cada día.

Quizá ha sido eso, esa llamada a la santidad a través de la vida ordinaria, esas puertas abiertas para que todos, en la condición particular que nos acompañe, podamos optar a la santidad, lo que ha llenado de alegría Madrid. De alegría y de una cercanía inmensa con Cristo – “Regnare Christum Volumus”, se leía en el altar de puño y letra del beato– y con su madre –en la figura de la Almudena, patrona de Madrid–.

Si todo ha sido pirotecnia propagandística, es muy difícil entender cómo más de 150.000 personas se pusieron de acuerdo para guardar un silencio absoluto, un silencio de fe, de oración, de presencia viva de Jesucristo, durante la consagración, durante la comunión, durante la celebración de su nuevo beato, beato de la Iglesia. Un silencio solo roto por el clamor que imagino don Álvaro escucharía en el cielo cuando, con el cariño de los hijos agradecidos, se escuchó, al unísono, el canto de la Salve.

María Solano Altaba

@msolanoaltaba

 

Decana de la Facultad de Humanidades del CEU

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