Tranquilos, no voy a hablar de pederastia

Papa Francisco.
Papa Francisco.

Rompo cierta disciplina impuesta por la actualidad y no voy a escribir de abusos, ni de cumbres anti-pederastia, ni de medidas anti pecado mortal. Voy a escribir, si acaso, de la gracia. Dejo por tanto la naturaleza caída y para otra ocasión…

Lo que sí haré un día de estos, -puedo prometer y prometo-, es escribir sobre la campaña contra la pornografía que ha comenzado el papa Francisco con su discurso del domingo pasado.

Han sido varias las personas que, en lo últimos días, me han expresado una especie de lamento, mezcla de deseo, que se sustancia en la siguiente afirmación: la centralidad de la cuestión de la pederastia y la Iglesia debe pasar ya a un segundo plano. Hay que romper de alguna forma la tendencia a la espiral del silencio de otros temas que está provocando este fenómeno mundial.

Ese tema no puede seguir ocupando toda la información de forma recurrente. La Iglesia es más grande, la Iglesia es más rica, la Iglesia es más elocuente y significativa para el mundo que lo que se haga con la pederastia. Y aclaro que hay que hacer todo lo humana y sobrenaturalmente posible para desterrarla.  

Esto no quiere decir que no haya que seguir trabajando, tomando medias, superando las asignaturas pendientes, también en España.

Pero lo único que quiere expresar este estado de opinión es que hay que hacer un notable esfuerzo, ahora, a partir de ahora, por presentar el rostro más fiel de la Iglesia, por ofrecer una imagen, y una actividad, centrada en el Evangelio.

Es decir, hablar y presentar a la Iglesia real, del presente, y no tanto del pasado.

Llevamos demasiados meses con el protagonismo de la pederastia y es posible que, dada la insistencia y el machaconeo de los medios, se esté produciendo también un efecto de desaliento, de desmoralización en ciertas filas.

Incluso se está creando un irrespirable ambiente adverso, en determinados sectores sociales, que utilizan este argumento contra la Iglesia y los sacerdotes. No debemos olvidar que una de las características de esta sociedad líquida es que no reconoce matices, que solo vive de imágenes mentales arraigadas en los imaginarios personales y sociales.

 

Por lo tanto, tenemos una magnífica oportunidad de volver a lo esencial, de pensar en las formas y en las articulaciones de la presencia cristiana, en lo que une al pueblo de Dios, en lo que alimenta la esperanza y despierta la ilusión de la pertenencia.

Tenemos una magnífica oportunidad para una gran acción pública cuyo eje sea la santidad de vida.

Sería un momento oportuno, más allá de campañas publicitarias, para una misión de la santidad protagonizada por ese discipulado misionero del que habla el Papa. Una Iglesia en salida, misionera, que muestre su rostro más vital, más allá de variables estadísticas, en el gesto, en el relato, en el testimonio de vida, que es, al fin y al cabo, lo que, desde los primeros siglos, ha hecho fecundo el Evangelio.

No olvidemos la tesis del teólogo Alain Kreider, explicada en su muy destacable libro “La paciencia. El sorprendente fermento del cristianismo en el Imperio romano”. Una tesis en la línea de lo que afirma el Papa Francisco sobre el evangelizador: “que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y que apele a la libertad, que posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al evangelizador ciertas actitudes que ayuden a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que no condena” (EG, 165).

Pues eso…

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