Por ti, don Juan, padre y pastor también de periodistas

Monseñor Juan del Río, arzobispo castrense.
Monseñor Juan del Río, arzobispo castrense.

Soy consciente de que, a los lectores, las bambalinas del periodismo les traen sin cuidado. Y menos nuestras cuitas. Pero tengo que meterme en este charco para explicarles quién era monseñor Juan del Río, cómo era, qué es lo que hacía por aquí y qué es lo que iba a hacer.

Hoy, sin lugar a dudas, es un día triste, que se ha cargado de oraciones imprecatorias, de exclamaciones, de silencios sobre el sinsentido. ¿Por qué, Señor? ¿Qué sentido tiene esto? Dios siempre sabe más, y sabe por qué permite la muerte y por qué ha permitido que don Juan ya no esté con nosotros.

Acabo de recuperar de mi biblioteca el ejemplar del “Directorio de las Delegaciones de MCS de la Provincia Eclesiástica de Granada y Sevilla”, fecha enero 1999. Fue en aquella época cuando nos conocimos.  Yo había presentado mi tesina de Periodismo sobre el tema de las Delegaciones de Medios. Don Juan, Juan entonces, venía a Salamanca. Manteníamos largos encuentros, también con Joaquín Tapia, que había sido compañero suyo en Roma y era el Vicario General de esa diócesis.

Después se fue a Jerez –lo mandaron de obispo- y luego vino a Madrid. Podía haberse olvidado de los periodistas cuando le nombraron arzobispo castrense. No lo hizo. Nunca se olvidaba de sus amigos. Llevaba el periodismo en la sangre, tenía una especial sensibilidad para descubrir tendencias, estar al día. Le gustaba conversar, hablar de los divino y humano, era un hombre de relaciones.

A los periodistas, y a sus amigos, nos cuidaba, aunque no estuviera de acuerdo con lo que pensábamos, ni decíamos. Les puedo asegurar que mi iphone está lleno de mensajes, sencillos, directos, de don Juan del Río sobre textos publicados, también en esta columna. “Sembrao, lo has clavao”, “No te pases, que te cortan la cabeza”, “No vayas por ahí”, “Tienes a … que se sube por las paredes”, “Cuidado con tus finales, los carga el diablo…”, “Sigue por ahí que no va nadie”, “Hablamos, marejada a marejadilla...” “Olé, vaya capotazo”… No necesitaba más. Ése era don Juan.

Como buenos vecinos, solíamos pasear por la zona. Últimamente intensificamos los encuentros en razón de su nueva presidencia de la Comisión de Medios. El pantano de la información religiosa está muy complicado, se han levantado muchos muros, hay demasiadas trincheras. Había que hacer algo. Por otra parte, y en ésas estaba, le preocupaba la dignidad de la profesión, la vida del periodista, ese nihilismo ambiental que no nos deja ver con claridad y escribir con nitidez. Le preocupaba que un presentador famoso dijera que “la verdad está sobrevalorada”. Y ahí estábamos trabajando. La APM le tiene que agradecer el premio Bravo. Fue él quien se empeñó en un puente que ampliaba las vías para que el tráfico de las relaciones entre profesionales fuera fluido.

Conocía muy bien el mundo de la Iglesia, de la de España y de la Roma. Tenía muchos amigos, algunos del núcleo duro. Sabía de ese mundo también con los marcos mentales del periodismo. Por eso siempre iba por delante en las conversaciones, en los silencios, incluso en las sugerencias. Tenía una especial capacidad para captar la psicología del interlocutor. Nunca se atrincheraba y siempre buscaba una salida digna. Agradecía la ironía, la indirecta, incluso la sana provocación.

Estas navidades nos felicitó con la típica imagen y con una mascarilla junto con una desplegable para guardarla. Le llamé: “Don Juan, que ya he recibido la mascarilla. ¿Contra qué virus me tengo que proteger?”. “Contra el que mata el cuerpo y la alma, mi niño”, porque solía decirme eso de mi niño. “Oiga, que no se prodigue en felicitar con profilácticos, que el año que viene…” “Calla, que te está oyendo Lola –siempre llamaba a mi santa Lola- y la escandalizas…”.

No quiero ser profeta de desdichas. Pero don Juan era un componedor nato, un hombre de paz, que no es incompatible con ser arzobispo castrense, un hombre que miraba al futuro y no al pasado. Paró muchos golpes, frenó no pocas guerras, batallas, contiendas. Compuso amistades olvidadas y complicadas. Actitudes y personas le producían desaliento, pero nunca metía el dedo en la llaga. Tenía también un punto de cernedor –ver DRAE-, pero sabía cuáles eran los límites.

 

Era un hombre de fe sencilla, sin complicaciones, de sentimiento religioso popular, como esa gracia sevillana que desplegaba en los momentos críticos. Un pastor, un padre, sobre todo un padre, eso, un padre, que no abandona a sus hijos, que les abrazaba, que les acogía aunque vinieran manchados de barro. También a sus hijos los periodistas.

El Vaticano II dice que el obispo tiene que ser “padre y pastor”: “En el ejercicio de su ministerio de padre y pastor, compórtense los Obispos en medio de los suyos como los que sirven, pastores buenos que conocen a sus ovejas y son conocidos por ellas, verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y preocupación para con todos…”. Joder, qué ironía.

No pocos hoy somos más huérfanos de vida. Un vacío. Una lección de vida. Nos ayudará desde el cielo, lo tengo claro, no lo dudo. Pero va a tener que echar horas extraordinarias. Por don Juan, de quien nunca pensé que iba a escribir esta necrológica…

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