Sobre las restricciones a la asistencia al culto

Fieles asisten a misa en la calle, a temperaturas bajo cero, en Burgo de Osma.
Fieles asisten a misa en la calle, a temperaturas bajo cero, en Burgo de Osma.

Esta tercera ola de la pandemia se está llevando por delante no pocas expectativas y está apuntalando algunos de los peores presagios.

Hace días conversaba con mi obispo, de Santander, sobre la nota que había hecho pública con motivo de las restricciones al culto en las poblaciones confinadas de Cantabria. Aproveché para felicitarle y para preguntarle si iba a hacer algo más.

Diez fieles en templos como el de Laredo, una auténtica catedral. Claro que no se parece, ni con mucho, al caso de Melilla, el cierre por decreto de las iglesias en el día de precepto, también en el resto de las confesiones religiosas. Por cierto que en Castilla y León no sé si están muy lejos de Cantabria.

En el mejor de los casos, los obispos redactan notas de descontento, escriben cartas a los responsables políticos y se quejan en privado. Mi pregunta es: ¿no se puede hacer algo más? Quizá la respuesta la tengamos los fieles que, como en Francia, debiéramos salir a la calle –con distancias-, delante de los templos, para visualizar la protesta.

La idea de los responsables políticos es clara. No quieren que las personas salgan de sus casas. Es la única forma de contener el contagio. Pero al mismo tiempo no se puede parar la economía por razones obvias. Ah, y con políticos autonómicos que toman medias sin preguntar, sin consultar incluso, sin atender a razones.

Analicemos algunos datos. Tal y como ha demostrado, entre otros José Antonio Soler en sus artículos jurídicos, la legislación española, la legislación europea, la legislación internacional está a favor del derecho a la libertad religiosa y de culto. Limitar este derecho fundamental supondría atentar contra uno de los núcleos esenciales de la dignidad de la persona.

Se podría decir por tanto que determinados decretos suponen una notoria actuación desproporcionada de la ley. Un abuso de ley. Ninguna razón prueba contagios en las Iglesia, es decir, que las Iglesias sean lugares habituales de contagios.

Si hay un lugar en el que se cumplen las normas sanitarias son los templos. Distancia, gel hidroalcohólico a la entrada y a la salida, no se habla entre los participantes, no se intercambian nada, no se dan la paz. La comunión en la mano de forma mayoritaria. El tiempo justo, limitado, los templos amplios y espaciosos en la gran mayoría de los caos.

Los templos higienizados entre celebración y celebración. Es más, en al actual situación, las personas mayores están retraídas respecto a la asistencia al culto.

 

Es más, si la eucaristía es el alimento del alma, de la vida espiritual, vayamos a los lugares de provisión del alimento corporal. He calculado que para una persona que hace la compra semanal en Mercadona, por ejemplo, el tiempo que emplea viene a ser el mismo que en la eucaristía dominical. Los supermercados son lugares en los que transitan muchas más personas simultáneamente, se intercambian muchos objetos, se tocan los productos, hay
mayor interacción.

¿Por qué esa fijación con los templos, con el culto? ¿Pero no es importante ir a misa los domingos?

Entiendo que en un proceso judicial, algún juez pudiera decir que no niega que es importante, él no es quién para decir qué es importante en una confesión religiosa, pero que si los obispos han dispensado del precepto dominical entonces no lo es tanto. 

Creo que la cuestión es otra. Quizá no se inician otros procesos contra las abusivas limitaciones por miedo a la opinión pública, a una campaña de medios contra cualquier medida de esta naturaleza. Este argumento simplemente me parecería muy alejado de lo que significa “ser signo de contradicción”.

Nadie, en esta sociedad, defiende la vida de forma integral como la Iglesia. Por lo tanto, los
políticos, que hacen las leyes, no son quiénes para dar lecciones sobre cómo defender la vida, y menos con lo que estamos viendo en España.

Hace poco leía una reflexión del filósofo Sergio Sánchez-Migallón sobre la obediencia civil por miedo, que quizá esté en el transfondo de lo que llevamos dicho: “El miedo a sufrir se ha aliado con el autoabandono en manos del poder, de un poder anónimo e insólito (amalgadamente científico, policial, político, económico y hasta moral), pero tan tremendamente poderoso que ha sustituido nuestra conciencia (la conciencia de los deberes y derechos vitales, nunca mejor dicho).

En realidad, ese poder no ha sustituido nuestra conciencia –no puede tanto, sino que nosotros hemos dejado que la sustituya, en una dejación masiva inédita que ha generado casos de los que bastantes médicos no quieren hablar y quisieran olvidar”.

Si no mal recuerdo, en la Conferencia Episcopal hay un estudio sobre la limitación del culto en tiempos de confinamiento. Si no mal recuerdo en la asamblea de la Asociación española de Canonistas, el profesor Mantecón mostró su sorpresa por el hecho de que los obispos no hubieran dado algún paso más sobre esta cuestión de la limitación del culto.

Entiendo que no hay sentencias sobre el caso porque no ha habido recursos judiciales contra determinados decretos autonómicos y nacionales sobre restricciones de culto.

¿Quién puede descartar que este proceso no nos esté conduciendo a una limitación de la libertad de ejercicio de culto, a una sibilina forma de perseguir esa práctica con el objetivo de eliminar esa ineludible dimensión pública de la fe? Una especie de pedagogía contraria que produzca efectos irremediables.

La Iglesia, a lo largo de la historia, se ha caracterizado por defender su libertad frente al poder del Estado, frente a los poderes que pretendían invadir espacios que pertenecían al orden de la conciencia. ¿Qué está pasando ahora? ¿Quién defenderá la libertad de la Iglesia? Si no se hace algo ahora, hay procesos que son irreversibles.

Y eso que no he hablado de los que, desde el confinamiento, no han vuelto a la Iglesia y, a este paso, no van a volver.

 

 

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