¿Es proselitista la Navidad?

Nos están robando la Navidad, a pleno día, en plena luz del sol. No son ladrones en la noche, ni estrategas de las fiestas y de las conmemoraciones solares, paganas o climáticas, defensores del invierno antropológico o del consumismo desaforado. Quienes nos están robando la Navidad, desprecian la realidad. Decía Chesterton, refiriéndose a Belén, a aquel Belén y a cada uno de los belenes, que “el punto más importante de la Historia es que sucediese en un lugar particularmente humano, como podrían haberlo sido unas soleadas columnatas de Italia o una choza cubierta de nieve en Sussex. Todavía es más curioso que algunos artistas modernos se hayan enorgullecido con la reproducción de una verdad meramente topográfica y, sin embargo, no hayan sacado gran partido de la verdad relacionada con le lugar subterráneo, oscuro y sagrado. Parece mentira que se hayan dedicado a hacer sobresalir el único caso en el que el realismo toca realmente la realidad”.

La Navidad es el único caso en el que el realismo toca la realidad del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres. En un momento, como el nuestro, en el que la ficción supera la realidad, según rezan muchos de los eslóganes publicitarios, la Navidad, Belén y la Historia de lo que allí aconteció, nos coloca en la verdad sobre nosotros mismos y sobre los que nos rodena. La verdad  es siempre el por qué y el para qué de nuestra vida. Ya lo dijo el filósofo español –olvidado no por muchos, por demasiados, Manuel García Morente-: “el  hombre que viene a la vida en un mundo sin sentido, dedica su vida a dar sentido al mundo. Tal es la esencia del progreso”.

            Sumidos y subsumidos por mensajes políticos, ideológicos, publicitarios, propagandísticos,  quienes consideran que la Navidad es proselitista son los que no están robando la Navidad. Ahora, cuando lo persuasivo está en alza, y la retórica se vende en las estanterías junto a los betsellers, el proselitismo parece ser el enemigo número uno de la Historia y de la Navidad. Cuando la Navidad muestra su rostro evangelizador se dispara la adrenalina del laicismo hasta límites insospechados.

Existe una perversión en la percepción social de la evangelización  cuando se identifica este concepto con el de proselitismo. La palabra “proselitismo”, que proviene de la versión de los Setenta del Antiguo Testamento, se usa ahora en más idiomas que en toda su historia anterior. Sus connotaciones son casi siempre negativas, incluso siniestras. En los siglos XVIII y XIX, el término incorporaba una acepción más amplia. En 1790, Edmund Burke lo aplicaba a los “philosophes” anticristianos de la Ilustración francesa, que –decía– “están poseídos por un espíritu de proselitismo en su grado más fanático”. La edición de 1828 del Diccionario Webster definía “proselitismo” como “ganar adeptos a una religión o secta religiosa, o a cualquier opinión, sistema o partido”.

Cuanto más se usa la palabra proselitismo, más tiende a desdibujarse y más imprecisa se vuelve, sobre todo si cae en manos de las burocracias académicas y de las élites sociales a las que les resulta molesto las preguntas radicales del hombre y de la Historia. Las élites laicistas quieren hacer de la sociedad, como han hecho con la educación, una “zona  libre” de religión, de teología, de trascendencia, quizá porque así es más fácil inventar la nueva realidad o manipular a los antiguos habitantes de la realidad.

Proselitista es quien utiliza métodos inapropiados. ¿Es proselitista el niño que canta villancicos en su colegio? ¿Es proselitista edificar la ciudadanía  con los compases de la historia, de la cultura, de la vida de la Navidad? El cardenal Joseph Ratzinger escribió que “el cristianismo es la raíz de la identidad religiosa de aquellos que creen. Pero no es sólo eso. Es también la raíz de la identidad cultural para aquellos que no poseen ese don”. También en Navidad. 

                                                                       José Francisco Serrano Oceja    

 
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