Manfred Lütz, Benedicto XVI y la pederastia

Manfred Lütz.
Manfred Lütz.

Mis alumnos de historia de la Iglesia tienen que pasar todos los años por el libro de Manfred Lütz “El escándalo de los escándalos. La historia secreta del cristianismo”. Transitan por ahí y dialogamos a partir de ahí.

Desde que leí su “Dios. Una breve historia de lo eterno” sigo a cierta distancia a este psiquiatra y teólogo alemán, que se suele prodigar en la prensa católica de su país natal. De su biografía solo añadiría que es persona cercana al círculo del Papa Benedicto XVI.

Por cierto que, en estos días, convendría releer sus páginas dedicadas, en “El escándalo…”, a la pederastia.

Pero lo que quería traer a colación en esta columna es lo que publicó este autor en la revista  “Omnes” para los lectores de habla hispana. Un testimonio en primera persona de lo que Benedicto XVI hizo para luchar contra la pederastia en la Iglesia. El texto originario apareció en el periódico suizo “Neue Zürcher Zeitung”.

Me van a permitir que reproduzca párrafos enteros de su aportación. A partir de aquí es Lütz quien escribe:

“El 24 de octubre de 1999, los máximos responsables del Vaticano se reunieron en la Congregación para el Clero, en la plaza Pío XII de Roma. Participaron los cardenales prefectos de las congregaciones correspondientes y sus arzobispos adjuntos, unas quince personas. Acudí para dar una conferencia sobre la pedofilia. Antes de mi intervención, un joven teólogo moral exhortó a que se evitara que los obispos estadounidenses hicieran un “juicio sumarísimo” con los sacerdotes sospechosos de abusos.

El cardenal Castrillón Hoyos, prefecto de la Congregación para el Clero, había leído anteriormente la carta de un obispo estadounidense a un sacerdote: “Es usted sospechoso de abusos, por lo que debe dejar su casa inmediatamente; el próximo mes dejará de percibir su sueldo; con otras palabras: está despedido”.

Pero entonces, el cardenal Ratzinger tomó la palabra; elogió al joven profesor por su trabajo, pero dijo que su opinión era completamente diferente. Por supuesto que había que respetar los principios jurídicos, pero también había que entender a los obispos. Que los abusos por parte de los sacerdotes son un delito tan atroz y causan un sufrimiento tan terrible a las víctimas que deben ser tratados con decisión, y los obispos tienen a menudo la impresión de que Roma lo retrasa todo y les ata las manos. Los participantes quedaron perplejos; por la tarde se desarrolló una acalorada controversia en su ausencia.

Dos años más tarde, el cardenal Ratzinger consiguió que el Papa Juan Pablo II retirara la responsabilidad sobre los abusos a la Congregación para el Clero y la asignara a la Congregación para la Doctrina de la Fe. El cardenal Castrillón Hoyos reaccionó agraviado.

 

A comienzos de 2002 me reuní con el cardenal Ratzinger. Le dije que la prensa estaba satisfecha con que el Papa se ocupara personalmente de este asunto, pero que en mi opinión era absolutamente necesario que hablara con expertos internacionales, que los invitara al Vaticano. Escuchó con atención y reaccionó de inmediato: “¿Por qué no se ocupa usted de hacerlo?”. Yo no había pensado en esa posibilidad y le pregunté: “Está seguro de que quiere hacerlo?”. Me respondió: “Sí, lo estoy”.         

Me puse en contacto con los principales expertos alemanes; asistí a congresos internacionales, hablé con los científicos más renombrados del mundo y coordiné todo con Monseñor Scicluna, de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El cardenal Ratzinger insistió en que también quería que se mencionara el punto de vista de las víctimas y me entregó una carta del psiquiatra infantil Jörg Fegert, que se había puesto en contacto con él y al que también invité.

De este modo se celebró, del 2 al 5 de abril de 2003, el primer Congreso vaticano sobre los abusos, en el Palacio Apostólico; todas las instituciones de la curia afectadas estaban presentes; a quien habían vacilado, el cardenal Ratzinger los “motivó” personalmente.

Los expertos internacionales —no todos ellos católicos— abogaron por que se controlara a los autores, pero no por que se les echara sin más; de lo contrario, al no tener una perspectiva social, serían un peligro más para la sociedad. En una cena, algunos expertos trataron de convencer a Ratzinger de esta idea; pero él se mostró en desacuerdo: como los abusos eran algo tan terrible, no se podía dejar simplemente que los autores siguieran trabajando como sacerdotes.

En 2005, cuando Juan Pablo II estaba a punto de morir, el cardenal Ratzinger fue el encargado de formular los textos para el Vía Crucis; en la novena estación pronunció aquellas palabras: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él!”. Cuatro semanas más tarde, era Papa.

Inmediatamente expulsó al criminal fundador de los “Legionarios de Cristo”; se dirigió a las víctimas por primera vez como Papa en varias ocasiones, lo que conmovió profundamente a algunos; escribió a los católicos de Irlanda que era un crimen escandaloso no haber hecho lo que se debería haber hecho debido a la preocupación por la reputación de la Iglesia. (…) ”.

El texto de Lütz continúa. Es suficiente para descubrir cómo era, y es, Benedicto XVI. 

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