Hablando de homilías sobre Benedicto XVI

Mons. Alfonso Carrasco.
Mons. Alfonso Carrasco.

Ya que estamos en tiempos de homilías sobre Benedicto XVI, con motivo de su fallecimiento, traigo aquí una que me ha parecido especialmente interesante. Entre otras razones porque me he quedado un poco noqueado con algunas de las pronunciadas. 

¿Por qué ésta que les presento? Porque no utiliza los tópicos y los lugares comunes de siempre. En la sobreabundancia, inflación, de declaraciones de cardenales, arzobispos, obispos, líderes políticos, sociales etc. , sobre Ratzinger-Benedicto XVI, hemos escuchado y leído de todo.

Y de todo lo que hemos escuchado y leído no siempre primaba lo que es fruto de la reflexión, de las lecturas, incluso me atrevería a decir de la oración.

Que conste que entiendo que este proceso es también consecuencia de la dinámica mediática, del aquí te pillo, del canutazo, de la obligación de decir algo y de no perder la oportunidad de aparecer.

A lo que vamos. El obispo de Lugo, monseñor Alfonso Carrasco Rouco, que por razones biográficas conocía bien a Joseph Ratzinger, escribió y pronunció esta homilía, de la cual me permitirán reproducir, a modo de cata, algunos párrafos. Una homilía que solo pudo escribir quién conocía bien el pensamiento de Ratzinger.

Alguna vez ya he contado que en el archivo de la diócesis de Mondoñedo-Ferrol estará una carta en la que el entonces Prefecto de al Congregación para la Doctrina de la fe, cardenal Joseph Ratzinger, le pedía al obispo de esa diócesis, monseñor Gea Escolano, que le permitiera al joven sacerdote Alfonso Carrasco Rouco ir a trabajar con él a la Congregación. Un lince don José Gea.

Dijo el obispo de Lugo, entre otras cosas:

“En su labor buscó siempre acoger la verdad de la fe, se esforzó en comprenderla y amarla, y en saber decirla en los modos adecuados al hombre de hoy. De hecho, ha llevado a cabo un diálogo epocal con la razón moderna y sus desafíos, con las diferentes propuestas de comprensión o de reinterpretación de lo cristiano; y ha pensado siempre también en horizonte ecuménico, dialogando de modo destacado con la teología protestante, tan presente en su mundo alemán.

Quiso mostrar la anchura de la razón, superando sus estrechamientos y reducciones, la hondura de inteligencia a la que abre la fe, y la necesidad intrínseca que tienen la una de la otra, la fe y la razón, como las dos alas con las que es posible volar. Pudo hacerlo gracias a su estudio constante, y a un gran conocimiento histórico, filosófico y teológico. Fue sin duda, en este sentido, un gran científico, que la historia de la teología recordará con gratitud.

 

En la raíz de su obra estaba, sin embargo, una certeza de fe crecida en las duras experiencias de sus primeros tiempos de vida: la evidente inconsistencia de las pretensiones de ideologías contemporáneas, que habían destruido lo más humano de la persona y extendido la muerte, que habían devastado Europa y su patria alemana; junto con la convicción plena de que sólo puede entregarse conciencia y corazón a Jesucristo, al Hijo de Dios, por quien perder la vida es ganarla. Desde esta experiencia elemental y profunda, que conformó su vida, defenderá ya siempre la verdad de la fe cristiana, así como la urgencia de no censurar de ningún modo, de  no  reducir la búsqueda y los horizontes de la razón.

Para nosotros, ha llegado a ser un guía bueno, luminoso, con el que orientarnos en la selva de las opiniones y el conflicto de las interpretaciones. Su enseñanza seguirá ayudándonos a entender y vivir la fe como adultos, con certeza y calma, sin miedos ni complejos ante ninguna ideología; sin ceder a “la dictadura de un relativismo” con el que hoy se pone en cuestión lo fundamental de lo humano, ni a una pretensión de poder –también político– que piensa poder someter, transformar, dominar a voluntad nuestra propia naturaleza, lo que somos por don de Dios, alma y cuerpo. Ha sido, según su deseo, “cooperador de la verdad”, contribuyendo a que podamos vivir la fe con “la riqueza de su plena inteligencia” (Col 2,2), sin que nos engañen “con teorías y vanas seducciones de tradición humana, fundadas en los elementos del mundo y no en Cristo” (Col 2,8).

En su diálogo amplio y profundo con la razón y el mundo moderno, en su búsqueda de expresar convincentemente la verdad del Evangelio y de manifestar la luz de la fe, Benedicto XVI fue un hombre del Concilio Vaticano II, llamado luego providencialmente a contribuir de modo decisivo a su recepción, a su comprensión y puesta en práctica, evitando posiciones alejadas de la intención conciliar, que podían distorsionar sus enseñanzas”.

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