¿Fracasó Benedicto XVI?

Benedicto XVI.

Permítanme que recuerde, en esta triste hora, lo que un día escribiera Caballero Bonald: “Cada sombra en su sitio, cada luz a su tiempo”. Demos pues luz a nuestra historia con el pensamiento de Josep Ratzinger- Benedicto XVI. 

No hace mucho se publicó un libro que se titulaba “¿El último papa de Occidente?” (Encuentro). Su autor es Giulio Meotti. No, no se trata de apuntarse a las tesis apocalípticas o escatológicas al uso. Que nadie se ponga nervioso.

Sostenía el citado autor que Joseph Ratzinger era un coloso derrotado en sus esfuerzos por salvar la civilización occidental. Su pontificado fracasó, el nihilismo parece convertirse ahora en el único destino de Occidente. En esta lucha se le agotaron las fuerzas y esto explica la causa última de su renuncia. Si Occidente colapsa, imagínense en qué manos caeremos.

¿De verdad que Joseph Ratzinger- Benedicto XVI ha fracasado? No lo creo. Todo lo contrario. Lo que pasa es que los triunfos, en la dinámica de la historia de la salvación, no se contabilizan en las quinielas.  

Es cierto que vivimos en un mundo, en una Europa, que parece caminar a ciegas, asediado, sofocado y amenazado desde dentro. Padecemos una enfermedad de la que es difícil predecir su curso. Nuestras sociedades agonizan por la falta de natalidad, pero también de languidez multicultural. Estamos llegando a una etapa terminal de descristianización. Los datos son alarmantes. La ausencia de coraje es el rasgo más llamativo del agotamiento espiritual.

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Hay quien puede decir que el catolicismo, al menso en Europa, está cansado y esclerotizado, reducido a minoritario pragmatismo humanista. La Iglesia se ha convertido en un reconocido servicio social o un consuelo en los funerales. Ha perdido la memoria del compromiso con una cultura gestionada en el espacio público. Como afirma Remi Brague, “estamos en el lecho de muerte de Europa”.

No me extraña que haya quien piense que Ratzinger fue aquel “último papa de Occidente” profetizado por Nietzsche. Sin embargo, el viejo profesor y papa nos ofreció las herramientas para superar esta crisis. Y todavía estamos a tiempo. Sobre todo porque Benedicto XVI nos está invitando a mirara al Papa Francisco, a pensar en el futuro.

Pero claro, tenemos que refrescar un poco más la memoria. Volver a mirar a Ratzinger, aprender de su fina capacidad de análisis sobre lo que pasa en la historia. Tenemos que volver al Concilio Vaticano II, sin el que no se entendería a Ratzinger. Tenemos que volver a los temas de Benedicto XVI, sin que puedan pensar que somos unos nostálgicos o que rechazamos el presente.  Tenemos que sacar las consecuencias de lo que significa que “la verdad surge más fácilmente del error que de la confusión”.

A la pregunta de Peter Seewald en la entrevista de 2010 “Luz del Mundo”)“¿Podemos salvar todavía este planeta por nuestras propias fuerzas?”, contestó Ratzinger: “De cualquier manera por sus propias fuerzas el hombre no puede dominar la historia. Que el hombre está amenazado, que se amenaza a sí mismo y amenaza el mundo se hace hoy de algún modo visible a través de sus pruebas científicas. Sólo puede ser salvado si en su corazón crecen las fuerzas morales; fuerzas que sólo pueden provenir del encuentro con Dios”.

Como escribió en el libro “Iglesia, ecumenismo y política”, “el único poder con el que el cristianismo puede hacerse valer públicamente, en último término, es el poder de su verdad interna. Este poder es hoy tan imprescindible como siempre, porque el hombre no puede sobrevivir sin la verdad, esta es la esperanza segura del cristianismo. Este es su desafío y su exigencia para cada uno de nosotros”. Lo matices sí importan.

Nietzsche o Benedicto XVI. El filósofo de “la muerte de Dios” escribió en “La gaya ciencia”: “Por eso subí a estas montañas, para concederme de nuevo volver a disfrutar de la fiesta, como debe ser para un viejo papa y padre de la Iglesia (porque sepa que soy el último papa)”.

Al pensar sobre esta contraposición, me acordé que un día escribí la siguiente historia que recupero y actualizo en esta hora. Es cierto que prefiero el silencio y la oración para sentirme más metido en el universo de Benedicto XVI.

Se trata de una narración de ese coloquio entre los nuevos Nietzsches y Benedicto XVI titulada “Dulce huésped de la Historia”          

Dice así:

Había peregrinado por los santuarios ignotos de la historia. Nunca se sentía satisfecho. Se había topado en multitud de calles y plazas con los nuevos maestros, les llamaban los padres de la sospecha, padres que habían impuesto los métodos de acercamiento a la realidad; una realidad emborronada de descoloridas pinturas manga bajo el cielo plomizo de lo caduco. No tenía ni padre ni madre, porque no tenía a Dios, que confesaba era una abstracción conjugaba en pretérito. Dios, gritaban, se había exiliado de la historia. Una abstracción no necesita una madre, ni un padre, ni un maestro. Todo era desconfianza, fragmento, lenguaje, levedad, nada. Y, asentado en la nada, sin memoria del punto inicial y sin esperanza en poder alcanzar la meta, un día, nuestro joven, se topó con quien sabía la respuesta.

Ocurrió en el claustro de una vieja Universidad, mitad monasterio, mitad catedral, que protegía la sabiduría de los ancianos de las leyes del mercado. En el claustro ornamentado con el sol del mediodía y la sombra del tiempo, un profesor de media estatura, profunda mirada, ademanes exquisitos, perfil aristocrático, clérigo identificado, leía las Horas en su breviario y detenía el tiempo para sancionar la historia. En momentos de crisis, florece la teología de la historia. Nuestro joven, porque según su circunstancia tenía la obligación de ser joven, se acercó en silencio.

Le abordó con un gesto entre nervioso e insolente, que fue correspondido con la dulzura de la mirada. “Disculpe, maestro bueno, que he de hacer para saber, para alcanzar la verdad”. Un segundo compuesto de millones de eternidad se impuso entre las distancias de los cuerpos. La mirada del maestro de la verdad penetró en la razón y en el corazón del joven, incisiva, rotunda. Se convirtió en su dulce huésped, en el dulce huésped de la historia. “Maestro bueno, ¿existe el camino de la verdad, de la plenitud de vida, de la auténtica libertad, de la ansiada igualdad?”. El Maestro sonreía, mientras mantenía fija la mirada en esos ojos cansados del tiempo, manchados por la locura de una razón que alentó el virus del todo vale porque nada vale, de la indigencia del ser y del imperio de la nada. “Maestro bueno, ¿qué hemos de saber para alcanzar la vida eterna?”.

El maestro, que se llamaba José y que vestía de blanco, susurró: “Hay grabada en tu memoria la huella de un encuentro; es necesario que despierte. Piensa y recuerda, confía, déjate arrullar por los vientos de la libertad. ¿Con quién te encuentras? Clamor que se te hado, el don que se te ha revelado, hace posible la plenitud de tu existencia. Tu fe tiene que ver con lo que se puede conocer, con lo que se puede verificar, con lo que se debe entender, con lo que exige asentimiento. Dios está dentro de ti. Y tiene nombre, logos, sentido. Tu decisión de creer en Dios es una decisión a favor de la razón y una decisión de elección del bien y de rechazo del mal; de búsqueda de la verdad y de expulsión de la mentira. Tu fe reconoce la dignidad de tu razón. Tu sí a Dios es una decisión intelectual y existencial.  Tu fe en Dios no se puede dar si el contendido de la verdad”.

Y prosiguió: “Se te ha dado el nombre y el hombre: Jesucristo. Necesitas la fe y la razón; una sola no es suficiente. Estás llamado a ser águila si aceptas Su mano. Déjate conducir por Él. Su método es un coloquio de amor, y, además, en Él, todo es belleza. Palpa con tus sentidos la bondad de Su Espíritu e introdúcete en Su escuela, la Iglesia”.

El joven, que es su tiempo, que somos muchos, agradeció el sonido de sus palabras y se quedó con quien es ya su maestro, pedagogo de la esencia del cristianismo, un nuevo san Benito, enviado por Dios para la plenitud de la historia. Gracias, Benedicto. Gracias, Santo Padre.