La fiesta también del Papa Benedicto

La santidad siempre es nueva. La existencia cristiana, porque brota de la Memoria Christi, es siempre agradecida. 

No hay mejor palabra que la poética para hacer el tránsito del mundo interior al mundo exterior, de lo eterno a lo terreno. Y qué mejor palabra que la de la poesía de Juan Pablo II para sintetizar lo que hemos vivido este fin de semana, este domingo de la Pascua de la santidad, que es expresión de Evangelio y manifestación del ser de la Iglesia. 

Escribió el ya santo, en el poema titulado “Perfiles del Cireneo”, en 1957: “Desde el umbral donde estoy, se percibe/ un mundo nuevo”. La santidad hace posible ese mundo nuevo… San Juan XXIII y San Juan Pablo II dan fe de ello. 

La celebración litúrgica de la canonización de Juan XXIII y de Juan Pablo II ha acercado, una vez más, a la Iglesia. Ha metido a la Iglesia, de nuevo, en la agenda del progreso espiritual de la historia. Ha sido una celebración de síntesis de ese “alma de humanidad” que es el papado como institución, y de las personas que lo han encarnado y realizado en nuestra época contemporánea. 

Al margen de las anécdotas de una Iglesia en imágenes, de esa “fisonomía” actual, el Evangelio es siempre para el aquí y el ahora de la Iglesia, hay una persona, una presencia, una elocuencia, que me ha impresionado en esta fiesta de la santidad. Más allá del deleite en el continuo enfoque que la televisión vaticana ofrecía del obispo auxiliar de Madrid, monseñor Fidel Herráez, lo que no ha dejado de interrogarme –la fe como pregunta y como respuesta- es el mundo interior de Benedicto XVI, un Papa testigo de la humildad del Evangelio que ha hecho posible esta historia.

Los medios de comunicación, por la ley de la fascinación numérica, se han entregado a los grandes números. De hecho  la vida de estos nuevos santos representa la ley de los grandes números en cuanto que forma parte de la sociedad de masas. Permitieron, por tanto, en del diálogo con las ideas, establecer puentes entre la teología y la sociología, al tiempo que contribuyeron decisivamente a ofrecer una respuesta adecuada al reto más profundo que la modernidad ha lanzado al cristianismo: la relación entre verdad y libertad. 

Benedicto XVI, sin embargo, es el pontífice, emérito, que ha hecho posible esta historia y que vive en el silencio de la intimidad con Dios y con Jesucristo, que percibe esa realidad garante, arquitectura de un mundo nuevo. En el libro de Andrea Riccardi, “La santidad de Juan Pablo II”, una guía extraordinaria para este fin de semana, se muestra con nitidez cómo, quien fue no solo sucesor de Pedro, sino sucesor de Juan Pablo II –ahí es anda-, ha hecho posible esta historia, sabiéndose un “humilde siervo de la villa del Señor”, un hombre sin fuerzas que en su vida ha dejado que resplandezca ese Dios que siempre es más grande, Semper Maior, que glosaría en la homilía el Papa Francisco. 

Desde aquel “!Qué abandonados nos hemos sentido tras el fallecimiento de Juan Pablo II!”, de la misa inicial de su pontificado, Benedicto XVI ha hecho posible que percibamos las magnitudes reales de la Iglesia, en la gracia, y en el pecado, y las de los nuevos santos. Lo dijo en la entrevista con Peter Seewald: “Era necesario un período de recogimiento, gracias al cual poder profundizar mejor y asimilar gradualmente todas estas cosas”. 

En esta luminosa, para la historia, mañana católica, de la Católica agustiniana, dos grandes papas, magnos en sentido cierto, han hecho que un papa emérito, aparentemente delicado, sencillo, se haya engrandecido en la conciencia de los fieles cristianos y de los hombres de buena voluntad. 

 

Aquellas palabras suyas al periodista alemán: “Entendí que junto a los grandes papas deben existir también Pontífices pequeños que aportan su propia contribución”, han sido proféticas. El encuentro del Papa Francisco con el Papa emérito, ambos revestidos para la celebración litúrgica, sacrificio de Cristo redentor, lo ratifican. 

Gracias querido Benedicto por haber hecho posible esta fiesta. Gracias querido Francisco por haber recibido el testigo. 

José Francisco Serrano Oceja



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