Estamos en los tiempos de Getsemaní

Oración de Cristo en el Huerto de los Olivos (La Pasión).
Oración de Cristo en el Huerto de los Olivos (La Pasión).

Josep Ratzinger escribió sobre el Huerto de los Olivos: “He aquí uno de los textos más conmovedores del Nuevo Testamento. No hay que dejar de reflexionar sobre ese misterio del miedo de Cristo, como han hecho los grandes de la fe”.

Getsemaní es la síntesis del misterio de Jesús y por tanto del misterio del hombre. El misterio del hombre sólo se esclarece a la luz del misterio del Verbo encarnado, decía el Concilio Vaticano II. Getsemaní es el acto del misterio de la Creación, de la Redención, de la Santificación del hombre. Todo el misterio de las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En Getsemaní se palpa la naturaleza humana de Cristo, temor, agonía, duda, y también su naturaleza divina,  cumplir la voluntad del Padre. La realidad de las dos naturalezas y las dos voluntades se aclaran en Getsemaní.

Hoy vivimos en el Getsemaní de los hombres y de las mujeres contra la naturaleza. Es la hora de las tinieblas de lo creado. Hombres que no son hombres, hombres contra hombres, mujeres que no son mujeres, mujeres contra mujeres. La profanación de lo creado.

Getsemaní, un Evangelio que nos suena extraño. Jesús, Cristo, luchando contra su naturaleza humana, asumiendo lo que representa nuestra profanación. Sí allí en el Huerto de los Olivos, también estamos nosotros, está nuestro tiempo. 

Como diría el cardenal Siri, “no rogaba Cristo solamente por él; rogaba en nombre de todos los hombres a quienes se había vinculado por su ofrenda. El Ser que oraba, caído en tierra, es exactamente la penetración ontológica de Dios en la estirpe de Adán. Es Dios ontológicamente hombre”.

Dios, ontológicamente Dios, ontológicamente, humano, que no deja de ser Dios ni hombre.

Ratzinger, de nuevo, escribió que “yo veo ahí una cierta lucha entre el alma humana y el alma divina de Cristo. Jesús ve el abismo de la suciedad y del espanto humano que ha de soportar y recorrer. Desde esta perspectiva, que trasciende con creces nuestro entendimiento –también nosotros podemos sentirnos horriblemente mal si observamos las atrocidades de la historia humana, el abismo de la negación de Dios que destruirá a las personas-, desde esa perspectiva, Él ve la espantosa carga que se le avecina. No es sólo el miedo al instante de la ejecución, es el enfrentarse al atroz y abismal destino humano que Él debe asumir”.

Jesús siente el horror de la destrucción de lo humano, de las guerras, de la guerra en Ucrania, de la guerra contra los pobres, de la guerra contra la verdad, las primeras guerras no son las guerras culturales, son las guerras contra la naturaleza, contra el ecosistema.

Aunque todo parezca más claro, vivimos confundidos. La confusión sobre el fin, el sentido, de lo humano, del mundo, la historia. El progreso del hombre pretendía aclarar el sentido de la marcha de la humanidad. La humanidad afirma haber aprendido de los errores. En Getseman, Jesús, el Cristo suda sangre de sentido.

 

El evangelio del Huerto de los Olivos siempre ha traído problemas. Produjo dudas incluso en quienes fueron copistas transmisores de los textos sagrados. Hay códices que no recogen los versículos 43-44 del Evangelio de Lucas, los referidos al sudor de sangre, porque consideraban, desde el estoicismo, que el abatimiento del Señor, su aparente cobardía, era imposible. Cristo no podía entrar en agonía, no podía sudar sangre. 

¿Quién consuela a Cristo? ¿Los apóstoles, es decir, la Iglesia? ¿Señor, te consuela en este tiempo tu Iglesia? No mires los periódicos, ¡quién diría que ahora la Iglesia es consuelo de Cristo! Piedra de escándalo parece más bien.

Vivimos en el tiempo de “Las cinco llagas de la Santa madre Iglesia”, sí, el libro de Anotnio Rosmini inspirado en el discurso inaugural del papa Inocencio IV en el I Concilio de Lyon (1245). Allí se refirió a las cinco plagas que afligen al cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

Rosmini, al inicio de su libro, escribió que “el hecho de meditar sobre los males de la Iglesia no podía serle reprochado ni a un laico, mientras fuera movido por el celo vivo del bien de la misma y la gloria de Dios”.

Cada época de la historia tiene su llagas. Las de la nuestra, Señor, podrían ser las siguientes:  1) La dialéctica, la desunión, también entre los obispos. 2) La ideologización de la fe, la pérdida del sentido de lo sobrenatural, que lleva a convertir, en la práctica, la creencia en una filosofía humanitaria. El olvido de la dimensión espiritual por la urgencia de gestionar y superar la decadencia 3) La mediocridad que acelera el carrerismo y las luchas de poder. No vales por lo que sirves sino por haber conseguido llegar más arriba. 4) La falta de formación doctrinal causada por una Iglesia volcada en la praxis y empeñada en hacer más que en ser; y 5) Esa nueva forma de someterse al poder civil que es limitar el discurso y la acción de la Iglesia a lo que no crea problemas y es aceptado social y políticamente.

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