El combate espiritual contra el demonio

Satán.
Satán.

Creo que el último libro que leí sobre los temas relacionados con el demonio fue “Ministerio de liberación. El oficio de exorcista”, de Fray José María (Editorial San Esteban). No es una bibliografía que me atraiga especialmente. Bastante tengo ya con mis tentaciones cotidianas.

Allí se recoge un párrafo de la Conferencia Episcopal Italiana, en la Presentación del Ritual de Exorcismo, que dice que ese ritual es una oportunidad para “presentar el significado auténtico del lenguaje usado en la Sagrada Escritura y en la Tradición y hacer madurar en los cristianos una actitud correcta respecto a la presencia y acción de Satanás en el mundo”.

Con esta columna no pretendo tanto. Pero no olvido que Juan Pablo II dijo que es preciso “aclarar la recta fe de la Iglesia frente a aquellos que la alteran exagerando la importancia del diablo o de quienes niegan o minimizan su poder maligno” (13-VIII-1986).

Como afirma un autor de teología, “Satanás no es una pieza adicional o secundaria que pudiese ser eliminada sin perjuicio de la Revelación. Es el elemento esencial del misterio del mal. Es, primero y ante todo, el Adversario por excelencia. Afiliarse a Jesucristo implica el renunciar a Satanás”.

Coincidió que esta semana, como podrán comprobar el lunes próximo en estas páginas, estaba leyendo un magnífico texto de monseñor Martínez Camino, obispo auxiliar de Madrid, sobre el combate espiritual según el pensamiento del papa Francisco y de san Ignacio de Loyola.

En “Gaudete et Exsultate”, el Papa dice que “la vida cristiana es un combate permanente” (158) y que “nuestro camino hacia la santidad es una lucha constante” (162). No se trata de la lucha de ideas, de debate teológico, sino de “una lucha constante contra el diablo, que es el príncipe del mal”(159 cf. 162).

Añade monseñor Martínez Camino: “Francisco coloca al maligno como cumbre y fuente de los adversarios del ser humano en su camino de santidad: la mentalidad mundana (mundo), la propia fragilidad y las propias inclinaciones (la carne), y al final, el diablo (cf. 159)”.

Y recuerda el obispo teólogo de Madrid lo que dice el Papa: “No aceptamos la existencia del diablo si nos empeñamos en mirar la vida solo con criterios empíricos y sin sentido sobrenatural. Precisamente la convicción de que ese poder maligno está entre nosotros es lo que nos permite entender por qué a veces el mal tiene tanta fuerza destructiva”(160). “No pensemos que es un mito, una representación, un símbolo, una figura o una idea”. “El mal no es solo una deficiencia, es una eficiencia” (161).

Por cierto que monseñor Martíenz Camino, a pie de página, hace una oportuna referencia, incluso con cita textual, a quienes consideran que el maligno es una “dramatización personal y sociohistórica de esa experiencia de lucha que no es necesario personificar en solicitaciones”.

 

Vamos, que así nos va pensando en simbolismos del lenguaje y en producciones culturales. Anda ya.

                       

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