El cabreo de María Elvira Roca Barea

María Elvira Roca Barea
María Elvira Roca Barea

Si hay una autora de éxito editorial en la España reciente es María Elvira Roca Barea. Su libro “Imperiofobia y la leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español” fue uno de los indiscutibles bestsellers de este tiempo.

A partir de la edición de ese libro son múltiples sus apariciones en los medios. Roca Barea ha trabajado en el CSIC y ha pasado de dar clase en Harvard a ser profesora de Instituto en Andalucía. Por cierto, en ese libro, y en el nuevo que acaba de presentar, cita en los agradecimientos, entre otros, a Ignacio Gómez de Liaño.

Esta autora, que escribe de historia de España, se caracteriza por decir algunas cosas que ya nadie dice, o que nadie se atreve a decir. Ahí están sus amplios textos periodísticos sobre Lutero, con motivo del centenario, por ejemplo.

Por eso sorprende que cada vez que saca un nuevo libro, y ahora lo acaba de hacer con “6 relatos ejemplares 6”, en el prólogo haga una referencia a su no confesionalidad católica o a la Iglesia. ¿Una obsesión? ¿Un argumento excusa para que no le acusen de lo que no es?

En las páginas introductorias de “Imperiofobia” aclaraba que “no tengo vínculo de ninguna clase con la Iglesia católica. Pertenezco a una familia de masones y republicanos y no he recibido educación religiosa formal… No comparto con el catolicismo muchos principios morales. Las Bienaventuranzas me parecen un programa ético mas bien lamentable y poner la otra mejilla es pura y simplemente inmoral, porque nada excita más la maldad que una víctima que se deja victimizar”.

Más adelante añade: “Dos principios católico-romanos me resultan admirables y los comparto sin titubeo, a saber: que todos los seres humanos son hijos de Dios, si lo hubiera, y que están dotados de libre albedrío”.

Además de esta confesión, en su nuevo libro sobre relatos de la historia da un paso más. Y lo hace con fuerza interpeladora. Señala lo siguiente: “Es vergonzoso que el Vaticano haya emitido en 2017 sellos con la imagen de un individuo de la catadura moral de Martín Lutero (intolerable, racista, antisemita, apologeta de la violencia, defensor del sometimiento de los más pobres a los señores germánicos…) y que el Papa de Roma haya colgado un retrato suyo en el mismo lugar”.

Pero lo provocador es lo que sigue: “Deberían los católicos –no me incluyo- reflexionar sobre qué principios morales están en la obligación de exigir a la jerarquía de la Iglesia. Si quieren sobrevivir como algo más que una reliquia del pasado, esta demanda debería ir más allá de ponerse siempre de perfil, predicando paz y amor -¡¿quién no los quiere?!-, y de apuntarse a todas las conmemoraciones habidas y por haber para salir en la foto”.

Parece que nuestra autora está cabreada con la Iglesia, y con el Papa. Alguien dirá que le da lo mismo lo que piense y que lo suyo es la historia, el pasado, pues que se dedique a ello.

 

Sin embargo, convendría que nos planteáramos el hecho de que una persona que investiga la verdad de los hechos, que tiene esa pretensión de verdad sobre el pasado, haga esos juicios sobre el presente. Es cierto que lo que me interesa de esta autora es esa exigencia suya sobre la verdad de la historia, que no parece corresponderse con su exigencia sobre la verdad en el presente. A no ser qué, también en la Iglesia, se haya perdido la tensión hacia esa pretensión de verdad que la ha caracterizado a lo largo de los siglos. Y eso está trayendo ciertas consecuencias, al menos, de imagen.


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