El alma desnuda de don Juanfran

Su abuela le decía que tenía manos de cura. ¿Cómo son las manos de un cura?

Manos de hombre; manos de caridad, de misericordia; manos marcadas por los callos de la vida. Manos de Cristo que extendió la mano, que tendió la mano, que tocó con su mano la humanidad herida.

Las manos de don Juanfran son las manos, más bien regordetas, de un cura de los de toda la vida. De un sacerdote moderno, con indiscutibles habilidades sociales y un oído muy fino para la buena música. Manos que rodean los hombros de sus feligreses, espaldas hundidas por el peso de la existencia.

Unas manos que, el domingo pasado, en una celebración multitudinaria que fue, en sentido etimológico, eucaristía, se mostraron a todos como si fueran espejos. Manos acompasadas por un desnudo integral del alma, relato de gracia, de vocación, que hizo sembrar la historia con lágrimas de alegría.

La parroquia de San Andrés Apóstol, en medio del Madrid de los Austrias, es un templo emblemático de una Iglesia que está en las entrañas de un pueblo, el de Madrid, que es, por naturaleza, cosmopolita. Madrid, ciudad abierta, en un barrio en el que la movida, la idolatría postmoderna, erige altares continuos al “Dionisios” del panteón de la liturgia del Carpe diem.

Ahí, en medio del camino, navega la Iglesia, con su liturgia, su adoración de los jueves al Santísimo Sacramento, en el silencio de la intrahistoria, con sus caridad infinita y el juego de colores de la vía estética. Niños y jóvenes, catequesis, salidas al monte, en torno a una parroquia que peregrina. Fraternidad sacerdotal que se palpa.

La Iglesia de san Andrés, que lo es del viejo Madrid, tiene un párroco de lujo, de esos que viven la fe en salida, porque siempre están cuando les necesitas, porque saben tener la palabra oportuna y porque su tiempo no es para ellos sino para el que pide una limosna de atención.

Don Juan Francisco Morán, sí el hermano de don Carlos Morán, Decano del sagrado Tribunal de la Rota, es un párroco de los de libro, vamos, por el que cualquier hijo de Dios firmaría. Cumplió el domingo pasado sus bodas de plata sacerdotales.

Mucho dijeron de Juanfran quienes habían sido sus feligreses en Mota del Cuervo, en la parroquia de san Julián, de Cuenca, o en la de Nuestra Señora de las Nieves, de Mirasierra.

 

Nacido en Almendros, Cuenca; ordenado por un santo obispo sobre el que pesa el silencio de la historia como una losa de ignominia, monseñor José Guerra Campos; Juan Francisco, que nunca ha buscado nombramientos y promociones, honores y galas –incluso rechazó alguna bien tentadora que tenía su sede en la calle Añastro-,  hizo que el Evangelio se convirtiera, una vez más,  en vida.

En una plaza que sabe de alegrías verdaderas y falsas, rodeado de un nutrido grupo de sacerdotes, varios de sus jóvenes seminaristas de entonces, hoy curas, -incluso alguno secretario de obispo-, y de muchos fieles, Juan Francisco Morán hizo verdad que el maestro lo es por ser testigo.

Cuando en la homilía iba desgranando algunos hitos de experiencia de Dios y de ejercicio del ministerio sacerdotal, la sensación de quienes le escuchábamos era que Dios es siempre más; que el corazón de Cristo no late en soledad en la historia; y que el sacerdote construye también a la Iglesia con la palabra de consuelo y con ese tejido de amistades humanas y divinas, que es conjugación de salvación en tiempo presente. 

La Iglesia de base, la Iglesia que pisa barro, alejada de palacios y oropeles, de poses y de figuraciones, de ideologías, está ahí, en la parroquia, en medio de la vida. 

Gracias, don Juan Francisco, simplemente, gracias. 

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