Y ahora toca hablar de don Adolfo

Monseñor Adolfo González Montes.
Monseñor Adolfo González Montes.

No seré yo quien diga que continúa la serie del “malditismo” episcopal hispano, que es como el episcopologio justiciado contemporáneo, en homenaje a mi admirado Lamberto de Echeverría.

Sólo constatar que hace unos días recibí un paquete con un volumen de 1204 páginas titulado “Legislación diocesana de la Iglesia de Almería 2002-2021”, edición a cargo de monseñor Adolfo González Montes y Eduardo Muñoz Jiménez.

Noble y santo, y quizá también infructuoso, empeño de don Adolfo. Lo escrito, escrito está y permanece. Una forma de sintetizar sus casi veinte años de pontificado en Almería, en un tiempo como el nuestro en el que predomina el paradigma de lo líquido, de lo que cambia, de lo que fluye.

Y la ley, ya se sabe, incluso la ley de la Iglesia, habla de lo que permanece, de lo estable, de los consolidado. 

Está claro que no se puede limitar el pontificado de don Adolfo a lo que se lee y se imagina uno como trasfondo en este libro.

Estamos hablando de 289 documentos legislativos promulgados en dos décadas que configuran la legislación particular de la diócesis.

Por cierto que, si no mal recuerdo, este libro, financiado con la ayuda de la Diputación de Almería y de la Asociación Socioeducativa Cultural “La Llave de Almería” para su distribución, fue presentado no hace mucho por monseñor Juan Ignacio Arrieta Ochoa de Chinchetru, obispo secretario del Dicasterio para los Textos Legislativos de la Iglesia, y por el profesor y doctor Miguel Campo Ibáñez, jesuita y vicedecano de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid. No creo que sean como el Yin y el Yang de esta historia. 

¿Sobre qué ámbitos se legisló en esa etapa de esa Iglesia? A tenor del índice, sobre todos o casi todos, sobre todo lo que se movía, sobre todo lo que tenía relevancia. También, y no en menor medida, sobre la economía. Bueno, sobre todo, no, porque falta legislar sobre los medios de comunicación, se entiende, de la Iglesia.

Me apuesto caña y pincho de tortilla, como decía el ínclito Luis Herrero, a que no ha habido diócesis en el mundo con tanta potencia legislativa.

 

No me sean mal pensados, que nos conocemos, y no me pregunten para qué ha servido. Estoy convencido de que, no ahora, sino en un futuro, alguien abrirá este volumen y escribirá la historia. Una historia quizá desconocida, una historia de un derecho que es vida, que partía de la vida o que ayudaba a la vida. 

Podría referirme a varias curiosidades normativas. Por ejemplo el apartado de lo decretado sobre la liturgia en la pandemia.

O la cesión de una reliquia donada y entregada de san Isidro Labrador, segregada del cuerpo incorrupto de san Isidro, por el cardenal Suquía (decreto de junio de 2004), que perteneció a don Leopoldo Eijo y Garay y que monseñor González Montes donó a su vez a la parroquia del Ejido. Podría hacerlo sobre el decreto sobre algunas cuestiones referidas a la homilía… Prefiero no hacerlo.

Como dice el clásico, dura lex, sed lex… Ya se ve el sentido de la ley en la Iglesia, que no responde sólo a la pregunta de para qué sirve la ley particular, la legislación episcopal, en la Iglesia.

No creo que haya perdido vigencia lo afirmado por la Comisión Teológica Internacional en 1985: “En fin de la legislación eclesial no puede ser sino el bien común de la Iglesia”.

Documento que habla de la temible responsabilidad que implica el poder de legislar; a él debe unirse “el grave deber moral de proceder a consultas previas, como también la obligación de proceder a ulteriores enmiendas, cuando ello sea necesario”.

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