Ahora te llamaré Padre Fernando

Fernando García de Cortázar.
Fernando García de Cortázar.

Tuve que leer dos veces la noticia que se coló en el Whatsapp. Había fallecido Fernando García de Cortázar, jesuita, historiador. Y teníamos un conversación pendiente.

De hecho, siempre teníamos una conversación pendiente porque nuestras conversaciones nunca agotaban los temas que debíamos abordar.

Será acaso en el cielo de los jesuitas y de los historiadores que, entiendo, es el mismo cielo que el de los simples mortales.

No voy a ser yo quien haga un perfil del P. García de Cortázar. Mi relación con él es muy tardía. Ahí está, por ejemplo, lo que ha escrito quién le conoció bien, de antiguo, mi admirado compañero José Luis Orella.

Y digo que no voy a hacer una semblanza del P. Fernando porque quiero aclarar lo del padre Fernando.

No una vez, varias, en privado y en público, incluso en algún acto, solía referirme a él como el Padre Fernando García de Cortázar. Y, digamos, que siempre me apuntaba que le gustaba más que le trataran sin el título de padre. Es decir, le iba más la vía civil que la religiosa, por decirlo de alguna manera. Lo mismo que me ocurría cuando le trataba de usted, que era siempre, y me insistía en que le tratara de tú.

Utilizo estas anécdotas para elevarlas a la categoría y destacar que el Padre García de Cortázar, que no era un jesuita de la secreta, que entiendo también los puede haber, se había ganado el prestigio del ámbito civil, en el ámbito universitario y cultural español no con el carnet de nada, sino con su trabajo.

Era, sin duda, jesuita, y muy jesuita, incluso en sus procesos mentales. En los últimos años, eclesialmente, sufrió un cambio muy significativo, siendo testigo de algunas derivas externas e internas.  

Me solía recordar con frecuencia que él no había hecho mucha historia de la Iglesia. Y la que hizo le trajo no pocos problemas. Me refiero a su libro “Los pliegues de la tiara”, sobre el que, en sus tesis, discutimos con profusión. Le había supuesto una especie de regañina y un medio proceso. 

 

Pero lo que nunca hizo fue subirse al rol de víctima de no se qué inquisición de la Iglesia, de la teología y de la historia. Se lo tomó a título de inventario, reformuló a la larga, con el discurrir de la historia, algunas perspectivas, y se centró cada vez más en lo esencial de su vida.

Como anécdota diré que solía recordar que él se consideraba discípulo del Rouco de la época de la Pontificia de Salamanca. Una curiosidad en su biografía de alumno que aireaba con gracia y que utilizaba frente a quienes siguen actuando con estereotipos en la Iglesia.

La última vez que hablamos agradeció que hubiera publicado una reseña del último libro del jesuita e historiador Padre Alfredo Verdoy. Y que hubiera hablado de la generación perdida de jesuitas historiadores, de la que él se consideraba una especie del último de Filipinas.

Bueno, el último no. Porque aprovechó para hablarme de un jesuita, con el que estaba haciendo un trabajo que iba a presentar en Madrid en el próximo mes de septiembre, de quien me dijo que lo tenía que poner en mi escáner de personalidades culturales de referencia.

Lo de la presentación conjunta de su trabajo será para la eternidad. Descansa en paz, soldado de la Compañía del Jesús amado. Siempre más, querido Padre Fernando. Anda, y échanos una manita, cultural, al menos.

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