Mi admirado Federico Aznar Gil

Federico Rafael Aznar.
Federico Rafael Aznar.

La actualidad manda. Y en este caso de forma abrupta. Paradojas de la vida. El día pasado recibía un correo, desde Zaragoza, de su delegado de Medios, José María Abalad, preguntándome por mi tesina en periodismo, que cité en la columna sobre Juan del Río. Y a las pocas horas m entero de la noticia de que, no muy lejos de Zaragoza, ha fallecido quien fuera el director de ese trabajo, el catedrático de Derecho Canónico de la Universidad Pontifica de Salamanca, Federico Rafael Aznar Gil.

No sé si Federico tendrá muchas reseñas necrológicas. Aquí va la mía.

Cuando el Colegio Mayor Hispanoamericano de la Ponti imperaba sobre la peña celestina había una singular generación de profesores que convivían con los alumnos. Por cierto que fue en aquella época cuando también un grupo de obispos mandaban allí a sus mejores estudiantes a sacar los grados de la Ponti.

Pues allí vivía don Federico Aznar Gil, una personalidad peculiar. No necesitaba confesar que era maño hasta las cachas, y que dedicaba su vida a la investigación del Derecho Canónico matrimonial, a dirigir la revista de tal materia de la Ponti y a escribir libros.

Más allá de la apariencia se escondía un profesor de un gran corazón, un hombre que llevaba la justicia en las venas, al que le soliviantaban los abusos de poder, también la Iglesia. De hecho uno de sus libros más famosos está dedicado al derecho penal. Y otro al patrimonial, por cierto.

Aunque aparentemente no tenía una intensa vida apostólica, todas las tardes estaba como un clavo el primero en la misa vespertina del colegio. En este sentido, con el tiempo, fue clarificando ideas y procesos. Por cierto que en el Colegio vivía, aunque más separado de la gran masa, otro gran canonista, el P. Antonio García, una eminencia de la Historia del Derecho canónico. Y, cómo no, el gran José Ignacio Tellechea, que era como una especie de abuelo sabio para todos nosotros. Y monseñor Julián López y don Santiago del Cura cuando les tocaba el semestre docente, entre otros.

Fue Federico quien me invitó a iniciar los estudios de Derecho Canónico y quien, por ejemplo, nos arrastró a un grupo de los suyos a las primeras investigaciones interdisciplinares cuando esta perspectiva no era valorada, y menso en una Universidad de compartimentos estancos, como la Ponti, en la que los que andábamos por periodismo éramos considerados como los Podemitas de entonces. En aquel grupo estaba también su fiel discípulo Raúl. Por cierto que a mis maestros María Teresa Aubach y Gerardo Pastor mis veleidades canónicas no les cuadraban mucho y menos con mis sensibilidades teológico-eclesiales.

Fue Federico un hombre recto, de conciencia, incapaz de doblegarse ante los apaños de los dentro y de los de fuera, que encajaba con deportividad los goles en propia meta y que siempre pensaba en los demás antes que en sí mismo. Le preocupaban las personas, los alumnos, no los cargos, ni los oropeles, ni que le aplaudieran o le vitorearan.

Recuerdo por ejemplo sus viajes a la República Dominicana para ayudar a las entonces nacientes asociaciones de padres de familia en la defensa jurídica de del matrimonio y la familia, sus derechos ante las legislaciones lesivas y ante, por ejemplo, las programaciones inmorales de los medios de comunicación.

 

No niego que esta breve necrológica esté teñida de nostalgia. Al fin y al cabo, Federico siempre estuvo en su sitio, lo suyo no eran las veletas de campanario, se mantuvo firme en lo que creía, y eso siempre se agradece. Y siempre estaba ahí para escuchar y para ayudar, orientar e incluso defender.  

La última vez que nos vimos, en las vísperas de dejar él la Universidad y volver a su tierra, después de que yo estuviera en un tribunal de tesis, acompañados por el buen amigo David Urchaga, hablamos de todo un poco. Estaba cansado por el tratamiento de ese día. No olvidaré la mirada que me lanzó cuando nos despedimos. La última vez… pensé. Espero pues al próximo encuentro, en el que hablaremos, de nuevo, de todo lo divino y lo humano.

Mi santa me dice que encargue una misa por su eterno descanso. Así haré. Gracias por todo, querido Federico.

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