El adiós a dos maestros

La calma propia en estos días del largo puente madrileño me ha permitido retomar tareas pendientes.

Una de ellas, la memoria escrita de dos maestros, personas que, a lo largo de los últimos años, han contribuido con su conversación, con su inteligencia, con su experiencia, con su acreditado criterio, a que entendiera un poco más este mundo nuestro, incuso esta Iglesia nuestra. Dos hombres que ya no están con nosotros y que ahora gozarán del abrazo del Dios amor, que tantas veces pensaron y al que tantas veces interpelaron no sin dudas y titubeos.

Me refiero a don Sergio Rábade Romeo y a César Alonso de los Ríos, dos acreditados maestros.

Don Sergio Rábade, con don siempre, fue, entre otros muchos cargos académicos, el primer Rector oficial de la Universidad San Pablo CEU. Catedrático de filosofía, ocupó el cargo de Decano de Filosofía y Vicerrector de la Complutense. Durante muchos años se convirtió en el referente no solo de una escuela de filosofía española sino de generaciones de catedráticos que tuvieron a don Sergio como hábil muñidor de sus plaza académicas.

Durante mucho tiempo, con este gallego de pro que en sus años jóvenes vivió en la Compañía de Jesús, mantuve frecuentes encuentros de mesa y sobremesa con nuestro común amigo Luis Togores. “El viejo”, como cariñosamente le llamamos, siempre fue para nosotros ejemplo de aristocracia académica, de sentido común histórico, de profunda cultura y de no menos experiencia en el complejo e intrincado mundo de la Universidad.

No hace mucho tiempo le pregunté si en sus largos años de responsable académico se había arrepentido de algo. Sin dudarlo me contestó que de permitir que aquellas nuevas generaciones de estudiantes de filosofía flirtearan con modas de pensamiento que han servido para muy poco. Recuerdo que me citó, entre otras, la filosofía del lenguaje. Ahí queda este apunte de quien también me insistía que no dejara de leer y de estudiar a Santo Tomás de Aquino, pero a Santo Tomás, no a lo tomistas, repetía.

No me es difícil imaginar el encuentro de César Alonso de los Ríos, con su habitual estilo de agnosticismo vital, con el Padre eterno.

César, que era cita obligada de los veranos santanderinos, de los cafés en el Paseo de Pereda, de los encuentros comillenses, fue un maestro en el fino análisis de la disección de la realidad política y cultural española.

Converso a la política realista después de una larga trayectoria del desierto, fue un periodista libre e independiente, con criterio. Y eso le trajo más de un problema.

 

Escribía con esa pluma que solo tienen los que se han formado en la Castilla de los místicos y de los guerreros. La pluma de la generación de Delibes, Descalzo, Umbral. La pluma que se alimenta del olfato de una buena historia en busca de sentido, que eso es, al fin y al cabo, el periodismo.

Una de las últimas largas conversación con César discurrió por los derroteros de la biografía de don Marcelino Menéndez y Pelayo. Con esto lo digo todo. Supongo que el socarrón e introvertido polígrafo, le habrá recibido en la biblioteca del cielo, que está más concurrida, me dicen, que la nacional de España.

Por allí andan discutiendo don Sergio y Suárez…

Descansen en paz mis queridos maestros.


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