Actos de amor

La pedagogía de los días santos nos enseña que son demasiadas las palabras que necesitamos para sustituir a los actos de amor. Como dijo Dorothy Day, “demos gracias a Dios por hacernos vivir en tiempos difíciles. Ya no se permite a nadie ser mediocre”. ¿Quién puede mantenerse despierto estos días? ¿Acaso Dios no ha hablado con el lenguaje de los “actos de amor”? ¿Es el silencio, el silencio de Dios, abandono, desasimiento, desarraigo, despreocupación?

“En estos tiempos no hay que dormir”, dijo Pascal. André Glucksmann, en su reciente libro “La tercera muerte de Dios”, escribió que “Todas las noches, a las ocho, cada vivienda de Occidente se conecta a una misa negra. La pequeña pantalla es el altar de nuestra incredulidad”. Por más que llenemos nuestra vida de ruidos, de imágenes de televisión, de lemas, remas y temas, la fe nace de la palabra, por el oído, y se curte en el silencio del corazón.

Vamos a ser, durante estos días, testigos mudos de la iniquidad del mundo, en la historia, del, para algunos, silencio de Dios. Nuestros ojos se han llenado de lágrimas. Y, sin embargo, como escribió el padre Antonio Orbe, en un pequeño libro titulado “Dios habla en el silencio”: “Los ojos llenos de lágrimas no son buenos para ver, aunque sí para amar. Así son los de los santos. Cuando Dios enjugue las lágrimas de sus ojos verán al Señor limpiamente. Entre tanto ha de bastarles para gozar en esperanza y amor, el Dios escondido de la fe”.

En Dios hablar es entender. Su palabra nace tan silenciosa como el pensamiento íntimo del alma. El Hijo sabe que el Padre le habla. El Espíritu Santo, que Padre e Hijo le exhalan. Un mismo impenetrable silencio elocuente reina en la Trinidad. Los ángeles adivinan el silencio; perciben el silencio. La alteza de Dios les protege. Y la revelación, un día comunicada por el Hijo a los hombres, no turba su vida.

El santo no extraña que Dios guarde ahora silencio, reservándose para mañana. El silencio de Dios confirma la esperanza. “Lázaro nuestro amigo duerme”, decía el Señor.

Y yo, me digo, que tanto disto de la santidad, qué callado te siento, Dios mío, y qué obstinado en tu silencio. Me abandonas a merced de las pasiones de otros, en medio de mi debilidad. Amontonas a veces sobre mí las penas. Ahora puedo hablarte; pero en llegando la hora de las tinieblas, ni siquiera acierto a orar. Gimo y voy de un pensamiento a otro, de una parte a otra; pierdo el sueño, una soledad absoluta me domina. No puedo abrirme a otros, pues no me entenderían. Tampoco quiero protestar contra ti, porque aun entonces tu santidad y tu justicia me taparán la boca. Por encima de mis penas te amo y te reconozco por mi Dios y Padre. Pero ¡Qué insufrible me resulta llevar  el silencio, Dios mío, tu silencio!

Solo me resta acompañarte, en silencio, y descubrir que me hablas con tu mirada y me invitas a mirar al mundo como tú lo has hecho. Abrazado a la cruz.

José Francisco Serrano Oceja


 
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