Iglesia, política y dineros

La revista de los jesuitas “Sal Terrae” publicó el pasado mes de noviembre un número dedicado a las relaciones entre Política e Iglesia, “Del enfrentamiento al pacto”.  Diversos articulistas ofrecieron perspectivas complementarias sobre esta compleja materia.

Un número, por cierto, que ha pasado bastante inadvertido y que bien pudiera dar materia para un debate público. Pedagogía que no parece ser muy común por estos predios.

De entre las colaboraciones, destacaría la del jesuita Raúl González Fabre, coordinador de “Justicia y solidaridad” de entreparéntesis.org.

Su contribución analizaba la presencia de lo religioso en las páginas web de los principales partidos políticos. Al margen de algunas afirmaciones que pueden sorprender en su análisis, como las referidas, siendo Jorge Fernández Ministro del Interior, a la concesión de la Gran Cruz de la Guardia Civil a la Virgen del Pilar en 2012, o de la Medalla de Oro al Mérito Policial a Nuestra Señora Santísima el Amor, en 2014, lo que puede interesar para alimentar el diálogo público es la conclusión de su trabajo.

Dice el padre González Fabre que “en España no existe una prohibición constitucional (como en Estados Unidos) de que el Estado financie organizaciones religiosas en cuanto tales”. Al revés, organizaciones de muy diversa naturaleza, encuadradas bajo el epígrafe de sociedad civil suelen aspirar a ser costeadas por el Estado.

Esto implica, según este jesuita, que la sociedad civil sea “muy dependiente” de sus relaciones con los gobiernos de diversos niveles.

Y añade: “Así visto, el apoyo del Estado a la Iglesia católica puede considerarse como un caramelo envenenado: precisamente el ser costeada por el Estado financiera, educativa y simbólicamente disminuye la libertad de acción de la Iglesia en el espacio público. Una Iglesia financiada directamente por sus fieles, que no recurriera al sistema educativo público para difundir sus ideas, etc., tendría más independencia y más fuerza para proponer eficazmente sus enseñanzas sociales sin preocuparse por contentar a los detentadores del poder en cada momento, aparecer asociada a ellos…”.

Y para concluir, nuestro autor sigue sacando las consecuencias: “Dependería más de los fieles y menos del Estado. Es un punto discutido dentro de la misma Iglesia católica. Para lo que interesa a nuestro artículo, permite notar que no necesariamente todas las posiciones políticas que quieren reducir el apoyo estatal a la Iglesia deben ser entendidas como anti-eclesiales”.

Dejo constancia de sus afirmaciones, que entiendo son de autor, no de la revista, para ese soñado diálogo público. Quizá, más adelante, haya que profundizar en su contenido. Si fuera así, como se dice en el artículo, mucho trabajo se le ahorraría a la Conferencia Episcopal, en este sentido.  

 
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