Homenaje a don Gabino

La celebración de las bodas de oro episcopales del que fuera arzobispo de Oviedo, monseñor Gabino Díaz Merchán, ha sido un acto de comunión vertical y horizontal. Vertical, diacrónico, a través de la historia de la Iglesia en la España contemporánea; y horizontal, sin crónico, en y para el presente.

Allí estaban, entre otros, el cardenal arzobispo emérito de Madrid, Rouco Varela, y al actual arzobispo de Madrid, monseñor Carlos Osoro; el arzobispo emérito de Pamplona, cardenal Fernando Sebastián; y el arzobispo de Oviedo, monseñor Jesús Sanz Montes. Y monseñor José Sánchez, que fuera secretario general de la CEE y monseñor Juan Antonio Martínez Camino, que también ocupó ese cargo. Tengo entendido que el cardenal Ricardo Blázquez estaba participando en la reunión de Presidentes de las Conferencias Episcopales de Europa. 

Don Gabino es una figura singular en la historia de la Iglesia en España. No voy a reproducir aquí los argumentos que utiliza el sacerdote Javier Fernández Conde en “la Nueva España” de días pasados. Creo que son también otros. Descaré su dimensión humana, que sufrió la enseñanza de lo que significa el martirio por causa de la fe desde muy pequeño –a sus padres los fusilaron el 21 de agosto de 1936 por causa de su fe- y una singular inteligencia. Sus compañeros de la Universidad Pontifica de Comillas, en Cantabria, decía del joven estudiante de teología que se aprendía las tesis afeitándose.

Hombre puente entre dos épocas, vivió apasionadamente el Concilio Vaticano II. Fue capaz, con su testimonio, de crear una escuela en el estilo de ejercer el ministerio episcopal.

Una anécdota. Monseñor Díaz Merchán no alcanzó los dos tercios necesarios de los votos para su reelección por un tercer mandato en la Conferencia episcopal. La crónica de la Revista Ecclesia, firmada por Eloy García Díaz, destacaba que “Al filo de las once de la mañana del lunes 23 de febrero, monseñor Díaz Merchán y el cardenal Suquía se fundían en un abrazo, que los reporteros gráficos han inmortalizado para la posteridad. “No tenemos -diría el primero en su discurso- ningún contencioso que nos divida”. Los contenciosos, las luchas y los enfrentamientos suelen inventarlos otros, a menudo esos mismos que solo buscan en la Iglesia el escándalo y la murmuración. Por eso el abrazo de los dos obispos no era un gesto para la galería, sino una muestra de cercanía y de fraternidad”. 

 
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