Don José, un obispo bueno

No salimos de Valladolid. Ahí nos quedamos unos días más. Primero don Ricardo, arzobispo de esa singular Iglesia. Y ahora la memoria de don José Delicado Baeza, un obispo bueno, que sintetizó una generación episcopal y una forma de presencia de la Iglesia en España.

            Los datos que conforman la biografía de monseñor Delicado Baeza están al alcance de todos.  Cabría destacar su servicio a la Conferencia Episcopal como Vicepresidente y como miembro señalado de las Comisiones del Clero y de Enseñanza y Catequesis.

En esta último trabajó intensamente por lo que se podría denominar la normalización de la enseñanza de la religión en la escuela para la España de la democracia. No en vano era un hombre de una profunda cultura, de amplias y actuales lecturas. Jugó, por mor de su bondad natural, de su sencillez y de su capacidad para acoger a su interlocutor, un papel fundamental en algunos destacados conflictos que rodearon la enseñanza de la religión. Memorables fueron sus conversaciones con los dirigentes socialistas de la primera generación. Fue, además, un maestro, en lo oculto, de las nuevas generaciones de obispos que se iban incorporando a la Conferencia Episcopal.

            Pero su largo episcopado en Valladolid, en tiempos ya revueltos y complejos, le hizo tener una especial facilidad para gobernar suaviter in modo, suave en las formas y firme en el fondo. Con una austeridad de vida ejemplar alentó uno de los más creativos y singulares proyectos de Evangelización de la Iglesia en la España contemporánea: Las Edades del hombre.

Y tal y como acertadamente ha recordado don Ricardo Blázquez en la homilía del funeral de don José, hizo posible que el Centro de Espiritualidad de Valladolid se convirtiera en uno de los pulmones de esa diócesis. No en vano, su primer director, en la nueva etapa, fue el hoy monseñor Francisco Cerro. La generosidad de la diócesis de Toledo para con esa Iglesia castellana no debe olvidarse.

Otro de los hitos a los que contribuyó decisivamente fue a los encuentros de obispos, vicarios y arciprestes en Villagarcía de Campos, que se sintetizaron en un lema, la Iglesia samaritana, que en no poca medida, apuntaban algo de lo que ahora está en boga en el pontificado del Papa Francisco. Esos encuentro ayudaron a conformar la identidad de una región pastoral, homogénea en algunos aspectos, heterogénea en otros.

Don José sufrió, claro que sufrió, por la Iglesia. Y, en los últimos años, con el caso Gescartera, que implicó a su diócesis de forma injusta.

Pero don José era, sobre todo, un padre y un pastor. Recuerdo una visita pastoral a los pueblos más remotos de la diócesis, los Melgares, en la que se empeñó en visitar a todos y a cada uno de los ancianos y enfermos de las familias, sin prisas, sin descanso, saboreando la conversación, y alentando la esperanza. Ocurría en unos pueblos abandonados por las generaciones jóvenes, pero no por la Iglesia. Don José se había empeñado en ello.

José Francisco Serrano Oceja

 


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