Dario Fo, Dios y la muerte
La lectura de los textos de opinión de la prensa suele traer algunas sorpresas. Seguimos en Oviedo. Hace muy pocos días, el sacerdote y Vicario General de esa Iglesia, hombre culto donde los haya, Jorge J. Fernández Sangrador, publicaba un artículo en “La nueva España” titulado “Dario Fo y Dios”.
La editorial milanesa Guanda acaba de sacar un libro con la entrevista que Giuseppina Manin, periodista y redactora de “Cultura y Espectáculos”, del diario italiano “Corriere della Sera”, realizó a Dario Fo, fallecido recientemente y a quien la Academia Sueca otorgó el Premio Nobel en Literatura 1997. ¿Precedente en cierto sentido de Bob Dylan?
Como apunta Sangrador, Fo se declaraba ateo militante, pero se sentía fuertemente atraído por la religión. “Ateo de Dios”, se autodefinía. Respetuoso con Dios, Jesucristo, la Virgen María, era implacable con el estamento eclesial, institucional, clerical.
La muerte de su esposa Franca lo llevó a un nuevo momento en su reflexión vital, a establecer un nuevo modo de relación con ella, que él mismo equiparó al existente entre Filemón y Baucis, a los que, según Ovidio, Zeus convirtió, cuando murieron, en árboles guardianes de un templo, unidos en las raíces e inclinados por siempre el uno hacia el otro en mutua e inacabable contemplación.
La clave del texto periodístico, y del libro referido, oportuna para estas fechas, llega la final. Permítanme los lectores reproducir lo escrito por el sacerdote y profesor Fernández Sangrador, a modo de meditación y de oración por el alma de Fo:
“Con todo, él, que se declaraba adherido sólo a lo que hallase conforme a la razón, reconocía que existían otras parcelas, perspectivas y dimensiones, constitutivas igualmente de la realidad. Y que era posible adentrarse en ellas sin tener que exiliarse del ámbito de la razón; era ahí precisamente, en esa dilatación del angosto contorno en el que transcurría la cotidianeidad, en donde devenía perdurable el vínculo interpersonal del amor. Él mismo lo había experimentado con las que denominaba “presencias activas”. La de su madre, Pina Rota, o la de su mujer, Franca Rame. Las dos permanecían, aun después de su muerte, junto a él. Y eso no había tenido ocasión de constatarlo antes del fallecimiento de aquellas.
La conciencia y la patencia de que pudieran existir otras vías de conocimiento, compenetración y comunión, advinieron a él con la inmediatez e inadvertencia con la que sobreviene la muerte. Y es por ello por lo que, incluso aunque lo hiciese entre hilarantes apreciaciones, Dario Fo llegó a definir la vida eterna como la inesperada sorpresa que Dios le tendría reservada. “Somos polvo. Polvo y agua. Punto. Esto es lo que me dice la razón. Mas después … la fantasía, la inspiración, la locura, me ofrecen otras visiones. ¿Qué cabe decir? Espero ser sorprendido”. Y eso es justamente lo que, según san Pablo, nos aguarda: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman”.