Bienvenida al obispo de Vitoria

El nombramiento del sacerdote navarro Juan Carlos Elizalde como obispo de Vitoria, del que apunta literalmente la nota de prensa de la Conferencia Episcopal, como complemento a su trayectoria académica, que ha estado “formándose con los Cruzados de Santa María”, ha generado una importante avalancha de comentarios periodísticos, columnas, tribunas y perfiles en la prensa de esas tierras.

Son varios los motivos por los que este nombramiento era, como por otra parte todos los demás –ahí está el caso de Palencia, que esperemos se resuelva en breve-, significativo.

La revolución de Papa Francisco, por utilizar un término periodístico al uso –habría que decir la reforma de la Iglesia del Papa Francisco-, pasa ineludiblemente por el perfil de los nuevos obispos que nombra. La auténtica reforma, se podría decir. Al fin y al cabo, la tan traída y llevada reforma de la Curia vaticana se queda muy atrás, en sus efectos, en comparación con lo que puede significar un cambio extendido en el modelo de episcopado mundial.

Es cierto que en la Iglesia en España aún no ha comenzado un período de nombramientos de nuevos obispos que nos indiquen cómo se quiere dar forma eclesial al episcopado español del futuro. Hasta ahora, en el tablero, ha predominado el cambio de sedes.

En esta ocasión, además, se da la circunstancia de que Vitoria es una diócesis de referencia en varios aspectos. No solo por la historia –el Seminario de Vitoria, por ejemplo, y su incidencia en generaciones de sacerdotes vascos-, sino por ser una Iglesia con una Facultad de Teología que ha incidido mucho en una determinada manera de pensar y de hacer teología. Una diócesis que ahora entra en la dinámica de un cambio generacional acompasado por los nombramientos de los obispos limítrofes que respondían a patrones comunes. Patrones que parecen se han usado también en esta ocasión, lo que confirma, al fin y al cabo, su validez.

De entre los variados comentarios que se han publicado destacaría uno del diario Deia, de J. M. Rodríguez, titulado “Desaire para la Iglesia vasca”, en el que se sostiene que este nombramiento responde a los criterios establecidos por el eje Rouco-Cañizares –por cierto, hay quien sigue necesitando a Rouco para poder decir algo-, y del que se responsabiliza indirectamente, citándoles, a monseñor Omella y a los cardenales Blázquez y Sebastián.

Al margen de una serie de consideraciones sobre la Iglesia, que bien merecen una discusión en el ámbito del a eclesiología, hay que destacar que el autor concluye afirmando que “para su estupefacción, trabajaremos lealmente con él como con todos los obispos que por aquí han estado. Pero esperamos que entienda que lo hagamos desde la cautela y la prevención. Volver a recomponer la confianza no será fácil y, sinceramente, creemos que les corresponde la carga de la prueba”.

No voy a entrar a debatir con estos últimos argumentos que me parecen más de otro orden que de un sentido de Iglesia. Solo quiero destacar que en este nombramiento, y en la vitalidad de la Iglesia en esas tierras, hay una persona clave de la que no se suele hablar, el actual arzobispo de Pamplona, monseñor Francisco Javier Pérez González. Un arzobispo que está jugando un papel clave en el acompañamiento de la nueva generación de obispos de las diócesis vascas, y en la renovación, y reforma, eclesial. Un arzobispo nada dedicado a la política intra y extra, de profundo espíritu misionero. Su biografía dialogada con Teresa Gutiérrez de Cabiedes es un buen ejemplo.


 
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