La Vida en una gota de Sangre

Detalle del fresco, obra de Rafael, que conmemora el milagro eucarístico de Bolsena.                                        En Museos Vaticanos (Roma)
Detalle del fresco, obra de Rafael, que conmemora el milagro eucarístico de Bolsena. En Museos Vaticanos (Roma)

La fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo ha inspirado el título de estas líneas. No exagero al escribir con mayúscula esos dos nombres comunes, y depositar la Vida en algo tan minúsculo como una gota de Sangre. Trataré de explicar tan extraordinaria realidad. Esa “Vida” no es la recibida en el seno materno, sino la que goza Dios desde toda la eternidad y desea compartirla con nosotros, ya desde ahora, en este tiempo pasajero en que vivimos. Y al escribir “Sangre”, también con mayúscula, me refiero a la que corría por las venas de Jesucristo que, al ser Dios y derramarla por nosotros, la dotó -con su entrega en la Cruz- del valor infinito de su amor.

Así, el copyright del título es casi enteramente divino porque sustancialmente salió de los labios del Señor en Cafarnaúm. Los judíos le pidieron un milagro para creer en él, recordándole que sus antepasados, en el desierto, comieron el “maná” venido del cielo. Jesús, al responderles, les dice refiriéndose a sí mismo, que “el verdadero pan del cielo (…) es el que ha bajado del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6, 32-33).

Y poco a poco va descorriendo el velo del gran misterio de la Eucaristía donde, convertidos pan y vino en todo su Ser, Cristo se nos ofrece como alimento de Vida. Por eso, después de decirles claramente: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo” y “mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”, concluye: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6, 54). Decía por eso que el copyright del título es casi enteramente divino; ¿dónde está el resto aludido en ese “casi”? Procede del corazón y de la mente de un santo y gran teólogo: Tomás de Aquino, que habló del valor infinito de una sola gota de la Sangre divina. El autor de estas líneas ha hecho el resto: unir, en el título, la verdad de fe proclamada por Jesús, con la intuición del teólogo medieval.

Pero semejante unión tiene historia propia, inseparable precisamente de la institución de la fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, en el siglo XIII. Corría el año 1263 cuando un sacerdote bohemio, Pedro de Praga, deseando disipar sus dudas sobre la presencia real de Cristo en la Eucaristía, peregrinó en un viaje penitencial a Roma para fortalecer su fe. Al retornar, la vio confirmada con un milagro, mientras celebraba la misa en una iglesia de Bolsena, no lejos de Roma.

Después de la consagración, la sagrada Hostia comenzó a sangrar al depositarla sobre los corporales. El milagro fue reconocido por la Iglesia; el Papa Urbano IV instituyó la fiesta que hoy seguimos celebrando, y confió a Tomás de Aquino la preparación de textos apropiados para esta celebración. Así nació el himno eucarístico “Te adoro divinidad oculta”.

La estrofa de ese himno en la que aparece “la gota de Sangre”, dice así: “Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí, inmundo, con tu sangre: de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero.” La verdad de fe unida a la clarividente inteligencia del teólogo, le hizo concluir que bastaba una sola gota para limpiar todos nuestros pecados, porque era la Sangre de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre.

Los creyentes también debemos personalizar al máximo nuestra fe; de lo contrario de poco nos servirá. En otras palabras: cada uno debe aplicarse a sí mismo lo que el Señor realizó por y para todos. San Pablo es el primero en hacerlo porque, refiriéndose a Cristo, escribe: “Me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20). Al decir “se entregó”, parece que tuviera en su mente la Pasión y toda la Sangre derramada por Jesús.

San Agustín proclamará que Cristo ha pagado con su muerte el rescate de todos y, por tanto, que cada uno de nosotros vale toda la sangre del Redentor: “El Hijo único de Dios ha hecho muchos hijos de Dios. Compró a sus hermanos con su sangre, quiso ser reprobado para acoger a los réprobos, vendido para redimirnos, deshonrado para honrarnos, muerto para vivificarnos.” (Sermón 171, 3.5).

Ya hemos visto también cómo Tomás de Aquino personaliza: “Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí, inmundo, con tu sangre”. Y san Josemaría, contemporáneo nuestro, defendiendo el valor inconmensurable de cada persona, enseña: “La gracia de Dios viene en socorro de cada alma; cada criatura requiere una asistencia concreta, personal. ¡No pueden tratarse las almas en masa!”; y para dejar claro por qué los sacerdotes debemos prestar una atención personalizada a cada fiel que nos pida la gracia del perdón o el alimento eucarístico, dice: “Porque cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo.” (Es Cristo que pasa, La lucha interior, n. 80).

 

Sobre ese telón de fondo convendría hacerse algunas reflexiones para meditarlas personalmente y avivar nuestra fe. Me pregunto, por ejemplo: “¿No cambiaría el horizonte de mi vida si, como creyente, me tomara más en serio que Dios vive y me espera a diez o quince minutos de casa?”: sí, es Cristo en persona quien está allí, en el sagrario de esa iglesia cercana, o de aquella otra ante la que paso tal vez apresuradamente porque voy estresado por la vida y lleno de preocupaciones.

Es seguro que una fe viva cambiaría “el horizonte de mi vida”, tantas veces desasosegado y oscurecido por problemas inmediatos que me acucian. Pararme brevemente con Jesús en el sagrario para tratar y confiarle mis inquietudes, hará que Él me contagie su serenidad y la paciencia que derrocha esperándome silenciosamente.

Otra consideración: “¿He pensado despacio lo que supone que Cristo me ofrezca diariamente su Cuerpo y Sangre, para comunicarme una participación de su Vida eterna, es decir, del amor gozoso con que, sin principio ni fin, las tres personas divinas se aman desde siempre?”.

Si lo meditara bien, es seguro que comulgaría con más frecuencia; de nuevo, “el horizonte de mi vida” quedaría enriquecido, y mi convivencia resultaría más alentadora y optimista en el hogar familiar, en el lugar de trabajo, en el círculo de amigos, y en todas mis relaciones del tipo que fuesen.

Últimas reflexiones entre los cientos que cabría hacerse; por ejemplo, en el caso de los sacerdotes, y en referencia al momento de pronunciar las palabras para transustanciar el pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor: “¿Dejo que la costumbre apague mi fe y las pronuncie quizás de modo un tanto rutinario y superficial, en lugar de hacerlo ardientemente, con el corazón encendido como, según san Lucas, salieron de los labios de Cristo?”.

Participar en la misa es tanto como ir al Calvario, porque sobre el altar y trascendiendo el tiempo, se dan cita y actualizan sacramentalmente tres momentos históricos: el Jueves Santo, el Viernes Santo y el domingo de Resurrección. Por eso, después de la consagración el celebrante confiesa: “Este es el misterio de nuestra fe”. Y los participantes responden: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”. Y ahora, últimas reflexiones que correspondería que se hiciera todo laico: “¿Acaso no pronunciaré esas palabras a la ligera, como si fuera un papagayo?”; o bien: “¿Deseo ardientemente que Cristo “venga” de verdad a mi vida para llenarla de su amor y difundir con Él su paz y su alegría?”.

El Señor nos aseguró que si tuviésemos fe como un granito de mostaza, podríamos decir a un monte: “’Trasládate de aquí allá’, y se trasladaría’” (Mt 17, 21). Ese mismo granito bastaría para valorar el infinito amor de Dios oculto en una gota de su Sangre, y acoger la Vida divina que en ella nos ofrece.                                                                                       

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