Luis, el millonario que perdió seis Euros

Luis de Moya.
Luis de Moya.

Acabo de recibir la noticia de que Luis se ha ido a la casa del Padre, y ha hecho el viaje “en silla de ruedas”. Médico y sacerdote, manchego como el Alonso Quijano que inmortalizara Cervantes en el Quijote, Luis ha tenido como “Rocinante” una silla de ruedas en la que ha vivido casi 30 años: desde abril de 1991, al sufrir un accidente de tráfico.

He tenido la gran suerte de convivir con él varios años y ha sido él quien ha puesto el título a estas líneas que escribo. Un día, por los años 90, me decía desde su silla de ruedas: “Yo me considero como un millonario que ha perdido mil pesetas”. Seguro que le ha hecho sonreír esta licencia que me he permitido cambiarle las pesetas por Euros, al titular el artículo. Pero voy a lo sustancial: en estas líneas -ayudado por el testimonio de Luis- desearía recordar que toda vida es preciosa y vale la pena respetarla hasta el final, sin anticipos que pretendan arrogarse un poder que sólo al Autor de la vida corresponde. No me “sirvo” de Luis: es él quien nos lo diría hoy mismo.

Este “quijote manchego”, en su “Rocinante de ruedas”, a caballo de dos siglos, ha sido un ejemplo maravilloso de fortaleza cristiana, de “ir contracorriente” en estos tiempos en los que, lo fácil, es dejarse llevar. Le ha dado la razón a Chesterton cuando decía que “sólo quien nada a contracorriente sabe con certeza que está vivo”.

Así fue Luis verdaderamente: en su cuerpo tetrapléjico, su alma espiritual navegaba e impulsaba a toda su persona a ir contra corriente, “mar adentro” hasta el Puerto definitivo de la Vida. Su vida de aquí abajo -gracias también a los cuidadores humanos que tuvo-, se ha visto plenamente realizada hasta el final: continuó su ministerio sacerdotal, confesando, predicando a través de videos que le grababan. Ha sido autor de varios libros y ha hecho una gran labor a través de las redes sociales; tenía una página web “Fluvium”, donde recogía y producía textos y comentarios para la vida cristiana. Y ahora nos dice: ¡vale la pena ir contracorriente de la muerte, hasta que Dios quiera!

Por eso, su testimonio nos habla alto y claro, especialmente en estos momentos en los que se debate una ley que resulta, cuanto menos, estridente. Sí, según el diccionario de la Academia de la Lengua, “estridente” es algo agudo, desapacible e irritante; algo -continúa el diccionario- “llamativo, que presenta un contraste violento”.

Y ¿acaso no es irritante y llamativo que, en plena pandemia, cuando se está haciendo lo imposible por salvar vidas humanas, se pretenda facilitar o anticipar la muerte? Porque eso es lo que se busca, según el texto de la ley en debate: reconocer el derecho a morir a personas que padezcan una enfermedad o una discapacidad grave que no tengan más opciones de tratamiento y que, respaldadas por informes médicos, quieran voluntariamente acabar con su vida.                                                    

Frente a ello, la opinión científica y bien fundada de numerosos médicos, argumenta y pide  que los cuidados paliativos se hagan realidad y no queden en papel mojado, sepultados en una “cartera común de servicios al enfermo”. Y, recientemente, los obispos integrantes de la Comisión Ejecutiva de este país, han recordado la necesidad de “humanizar el proceso de la muerte y acompañar hasta el final”, porque “no hay enfermos ‘incuidables’ aunque sean incurables”.

En un video que me acaban de enviar hace unas horas, aparece Luis diciendo algo que, en sustancia, ya le oí en mis años de convivencia con él. En este video, desde su silla de ruedas, se le ve que habla desde el corazón y desde su experiencia de vida. Dice textualmente:                            

“Cuando me hablan de eutanasia, digo: ¡ay, Dios mío, qué despropósito..! ¡Si es que sufre mucho…!  Bueno, pues ¡ayúdale a que no sufra: no lo mates, ayúdale a morir, acompáñalo! Y quítale todo el dolor que puedas: primero el dolor físico; y luego, sobre todo, el moral que es el más duro: la soledad, la impresión de inutilidad que pueda tener. Enséñale que es hijo de Dios; que lo aprenda, si no lo ha aprendido todavía; que por mucho que le pueda costar lo de ahora.., no va a ser imposible porque Dios sigue siendo bueno. Y que hay muchos que.., bueno…, han pasado por ahí, y estamos en ello. Y luego sobre todo, que vivan la esperanza: que la vida eterna es mejor”.

 

Sólo quien cree en el sentido trascendente de la vida humana puede hablar así; quien está firmemente convencido de que quedar tetrapléjico a los 37 años, es como el millonario que perdió mil pesetas, por decirlo ahora con las mismas palabras de Luis. Quienes hemos vivido cerca de él pienso que hemos recibido mucho más de lo que podamos haberle dado.

Mi recuerdo ahora, va también para todos los que, junto a él, habéis tenido esta enriquecedora experiencia de una vida contracorriente y alegre. Y pienso también en los miles de cuidadores “anónimos” de personas necesitadas, que hay por todo el mundo: para ellos, mi mayor reconocimiento. Hoy, la pandemia nos hace experimentar y descubrir como si fuera algo nuevo -pero no lo es-, la necesidad que todos tenemos de acompañar y sentirnos acompañados. Tú, Luis, que ya llegaste a Puerto, descansa en paz y ayúdanos en este empeño.                            

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