La Esperanza es lo primero que se pierde

Imagen de la Esperanza, con el símbolo del ancla, obra de Jacques du Broeucq.
Imagen de la Esperanza, con el símbolo del ancla, obra de Jacques du Broeucq.

Título provocativo y contracorriente pues el dicho popular suena todo lo contrario: “La esperanza es lo último que se pierde”. Y destacado además con una “E” mayúscula, porque hablaré de la Esperanza trascendente, más allá de todas las que podamos forjarnos en esta vida. ¿Hay coincidencias entre una y otras? Pienso que sí, pero también una desigualdad abismal que puede marcar entre ellas una diferencia de vida o muerte. Veamos.

Toda esperanza supone valorar una meta buena, cuyo logro reporta satisfacción y felicidad; y valorar a la vez los recursos y posibilidades reales de conseguirla. Hay múltiples ejemplos: plantearse si un noviazgo podrá desembocar en un matrimonio para toda la vida; si emprender una carrera prometedora está a nuestro alcance; o si someterse a un tratamiento médico arriesgado vale la pena para salvar la vida… Son esperanzas que una vez planteadas y estando en nuestras manos, al fin las acometemos o rechazamos; en este último caso, serían lo primero en perderse. Por el contrario, si las abordamos y nos empleamos a fondo, podrán coronarse felizmente, o morir como el náufrago que aferrado a la tabla de salvación, al fin la termina perdiendo.

¿Qué sucede con la Esperanza trascendente que propone la fe cristiana? También mira a una meta satisfactoria, pero de plena felicidad: la posesión de la Vida y el Amor de las tres personas divinas; y también comporta esfuerzos para conseguirlo. Sin embargo, hay dos “peros” esenciales que la diferencian de todas las esperanzas terrenas. En éstas su origen y planteamiento son radicalmente personales y parten del sujeto; la Esperanza sobrenatural, en cambio, parte de la fe, y nace con ella, si la acogemos.

Y el segundo “pero”: las esperanzas terrenas tienen sustitutivos: perdidas unas, pueden otras ocupar su puesto. En cambio, si se pierde la posesión eterna del Amor de Dios, nada puede suplirlo. Por eso, “la Esperanza es lo primero que se pierde”, cuando se rechaza acogerla al sernos ofrecida con la fe. Pero sigamos con parecidos y diferencias entre una y otras.

La Esperanza del Cielo viene a ser como el paradigma de toda esperanza porque explica el anhelo de felicidad que despiertan las de esta vida, que vienen a ser como hermanas pequeñas de la gran Esperanza. Si se excluyera ésta, difícilmente se entenderían los anhelos del corazón humano, en la famosa frase de san Agustín: “Nos has hecho, Señor para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confesiones I, 1). Son inquietudes de amor y felicidad sin límites, despertadas por las esperanzas gozosas de esta vida. En toda esperanza terrena hay como un perfume y timbre de eternidad.

El nacimiento de la Esperanza teologal se realiza, decía, a partir de la fe, que nos presenta y ofrece el amor de Dios-Padre, a través del encuentro con su Hijo-Dios: con Cristo nacido en Belén, muerto y resucitado por nuestra salvación. Lo expresa muy bien Benedicto XVI, en su encíclica “Salvados en la esperanza”. Escribe así: “En esperanza fuimos salvados (Rm. 8, 24), dice san Pablo a los Romanos y también a nosotros.

Según la fe cristiana, la ‘redención’, la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esa meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino” (Enc. “Salvados..” n. 1)

Benedicto XVI analiza después con rigurosidad intelectual y con un realismo pegado a tierra, los numerosos aspectos de la esperanza cristiana y sus relaciones con las de este mundo. Aquella y éstas pueden y deben ir de la mano; para el creyente, además, la Esperanza teologal aporta siempre un plus de alegría compatible con los reveses y sinsabores de esperanzas fallidas. El papa emérito argumentaba este punto recordando que san Pedro exhortaba a los cristianos a estar preparados para dar una respuesta sobre el sentido y razón de su esperanza. Y después, será san Pablo quien escribiendo a los cristianos de Éfeso les diga, y cito de nuevo palabras de la encíclica, que “antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo ‘ni esperanza ni Dios’ (Ef 2, 12). Naturalmente, Pablo sabía que habían tenido dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna.

A pesar de los dioses, estaban ‘sin Dios’ y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro sombrío” (Encíclica, n. 2). Como prueba de ello, recoge un epitafio de la época -sin duda de alguien no creyente-, donde podían leerse estas palabras: “En la nada, de la nada, qué pronto recaemos”. A continuación, recuerda que san Pablo decía también a los cristianos de Tesalónica: “No os aflijáis como los hombres sin esperanza” (I Tes 4, 13); y Benedicto XVI completa así el hilo de su razonamiento:

 

“En este caso aparece también como elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente. (…) La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (Enc. Salvados en la esperanza, n. 2). Pero estamos sólo al inicio mismo de este documento: en el n. 2 de los 49 que contiene; el tema es muy interesante y merece una lectura reposada a la que animo desde estas líneas. Era mi intención avivar la importancia y sentido de la Esperanza, que mira al fin último de nuestra vida, y que junto con la fe y el amor la iluminan.

Concluyo con una referencia al tiempo litúrgico del “Adviento”, previsto para avivar el recuerdo y la llegada del Señor en Belén. Un pasado siempre vivo porque debe mirar al presente de hoy, y al definitivo de la llegada “de Cristo Jesús, nuestra esperanza” (Tim I, 1); eso dice san Pablo del Señor: que es nuestra esperanza. ¿Cabe mayor gloria para el Niño-Dios en Belén, y mayor Esperanza y regalo para los peregrinos de este mundo?

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