La Cruz del Valle y las Torres Gemelas

Cruz entre los escombros de las Torres Gemelas
Cruz entre los escombros de las Torres Gemelas

En septiembre de 2020, cuando comenzaron a oírse “tambores de guerra” en torno al destino de la Abadía del Valle de los Caídos, de sus monjes custodios benedictinos y del problemático final de la cruz que la corona, publiqué el artículo Un lema vivo en torno a la Cruz. En menos de un año los tambores lejanos suenan ya a la vuelta de la esquina. Sus notas “sonoras”, que no propiamente escritas, revolotean en el proyecto de ley de Memoria Democrática. Leemos y oímos hablar de extinguir la Fundación de la Santa Cruz del Valle, de expulsar a los benedictinos, y quién sabe si, ya de paso como quien dice, derribar la gran cruz. El pack completo suena a “solución final” si esas notas sonoras del proyecto de ley se materializan y hacen realidad.

Apoyándose entonces en una Memoria Democrática para realidades políticas de anteayer porque su alcance histórico apenas llega a un siglo, se haría desaparecer también realidades religiosas completamente ajenas, en su origen y finalidad, a la intención de quien ideó la construcción del Valle de los Caídos. La Cruz en la que se inspira y culmina la Abadía tiene XXI siglos de historia: es la de Cristo, no la de Franco. Y los monjes que rezan por todos los allí inhumados son hijos de san Benito, que vivió en los siglos V y VI, y no de quien hizo construir la Basílica del Valle en el XX. No se precisan muchas luces para admitir esas verdades históricas y aplicar, sin turbios apasionamientos, el principio del Crucificado: Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt 15, 21).

Es así como la historia y el sentido común abogan por respetar los derechos de Dios y las personas dedicadas a Él en la Abadía del Valle, sin incurrir en acciones que supondrían su atropello. Pretender la desaparición de los monjes y de la cruz de ese lugar vendría a ser algo tan insensato y descabellado como “Tirar al niño con el agua de la bañera”, por decirlo con el punto de ironía del proverbio popular, y quitar hierro a esta delicada cuestión. Pero confundir la abadía benedictina y la entraña religiosa de ese lugar con una especie de “parque temático franquista”, como hacen algunos, supondría poca cabeza, falta de luces para discernir, o excesivo apasionamiento ideológico y anticristiano. No está de más añadir que “tirar al niño” supondría herir el sentimiento de muchos millones de personas -también fuera de nuestro país-, por lo que la Cruz es y simboliza para los cristianos: el amor infinito de Jesús por toda la humanidad.

Las sugerencias del artículo del pasado año, como las de ahora, pretendían animar al lector a echar una mirada serena a la historia: no a la de nuestro anteayer, ni siquiera a la de todo el siglo XX, con sus dos terribles guerras mundiales, sino a la de la humanidad en sus veintiún siglos de recorrido, desde que Pilato, simple mandatario del César de turno, y negándose a sí mismo -puesto que dijo No encuentro en él culpa alguna (Jn 19, 4)-, condenara a Jesús de Nazaret a morir crucificado. Y darse cuenta de que aquella Cruz del Calvario -por todo lo que entraña y simboliza, se crea o no en ello-, ha sobrevivido a los innumerables avatares de la historia. Por eso recordaba el lema que los monjes cartujos, en torno al siglo XII, sabiamente acuñaron: Stat Crux dum volvitur orbis, es decir: “Mientras el mundo da vueltas, la Cruz permanece firme”. Ahí sigue esa verdad, como debería permanecer también la Cruz del Valle, sin que poderes terrenos del César la derribaran, aunque no sería la primera vez porque ya ocurrió en el siglo II con el emperador Adriano: sus proyectos terrenos, en Jerusalén, sepultaron la Cruz. Más tarde volvería a la luz, pero hoy ¿alguien se acuerda de Adriano?

Al símbolo del Amor de Dios, como es la Cruz, no se le pueden poner barreras y aparece siempre, también cuando menos se lo espera. Precisamente, hace un año conversaba con mi amigo Rafa, consultor en temas político-sociales, sobre este tema y, como para confirmar gráficamente mi tesis, no se le ocurrió otra cosa que mandarme por internet una foto de las Torres Gemelas destruidas: descubierta por los bomberos aparecían, entre los escombros, dos vigas metálicas juntas que formaban claramente una cruz. Mucha gente las habrá visto. No me consta que la Abadía del Valle y las Torres Gemelas estuvieran hermanadas, como hoy se estila, por intereses comunes de carácter religioso, político o económico: nada que ver. Y sin embargo, ¡qué curiosa es la historia que nos ofrece este motivo de reflexión!

Tan caprichoso entrelazamiento en forma de cruz -¿puramente casual?- de las barras de acero del edificio de las Torres, parecía recordar, desde su mudo testimonio material, la Cruz del Calvario; y a la vez, como si desde ella, el Crucificado quisiera decirnos: “Aquí continúo firme…”, en medio y por encima de vuestras tragedias humanas y batallas ideológicas, puramente terrenas; y pensad también que esos debates, lejos de mirar por el bien común, lo que hacen muchas veces es sembrar entre vosotros mismos discordia y enfrentamientos, en lugar de paz y reconciliación. La cruz de las Torres, rescatada de los escombros, luce en el Museo en Memoria del 11-S. La inútil pretensión del emperador Adriano -de modo curioso y sin mucho que ver entre sí Jerusalén y New York- parece proyectarse en la historia veinte siglos después.

Los monjes cartujos debieron de alegrarse al ver confirmado su lema –“Mientras el mundo da vueltas, la Cruz permanece”- entre los cascotes de las Torres Gemelas. Como se congratularían hoy -y muchos de nosotros con ellos- si la del Valle continuara en pie, sin sufrir derribo. De lo contrario, viene la tentación de pensar que los promotores de su eliminación, más que esa cruz, lo que desearían es hacer desaparecer la de Cristo, hontanar de vida y civilización cristianas. Y, sin duda, el gozo de los cartujos alcanzará también al de los benedictinos, si no les obligan a desalojar la Basílica, y pueden continuar rezando -como lo han hecho desde el principio- por todos los Caídos. Seguirían haciendo eco a la plegaria de Jesús que, desde la Cruz y para todos, ya rogó a su Padre: Padre, perdónalos (Lc 23, 34).                                                             

 
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