Libres: mar adentro

Libres.
Libres.

El éxito de la película «Libres» es mayor de lo que se esperaba de un documental porque toca una cuestión decisiva de nuestro tiempo acerca de la libertad, tan buscada como poco encontrada. Se suma así al conjunto de películas actuales con temática explícitamente cristiana que atraen a un público amplio, señal de la sed de Dios que experimenta un tiempo de pequeños relatos y grandes esperanzas.

Ganar en libertad

Vemos a unos hombres y mujeres que han optado por Dios de modo pleno, quemando las naves, para dedicarse a cultivar el alma. Sin embargo, no son caracoles encerrados en su mundo sino unas personas volcadas en los demás, en plena sintonía con nuestro mundo precisamente porque han optado por Dios, ese desconocido para muchos buscadores de libertad.  El film sigue el guion de Javier Lorenzo, la dirección de Santos Blanco y la excelente fotografía de Carlos de la Rosa. Ambientada en una docena de monasterios en varias provincias españolas.

Tantas veces damos vueltas al mundo buscando la piedra filosofal de la felicidad y resulta que unos religiosos tienen el secreto donde menos lo puede esperar un tiempo secularizado: en un convento. Viven en un equilibrio envidiable entre adentro y afuera, entre lo subjetivo y lo objetivo, entre la naturaleza y Dios personal.

Estos religiosos conocen bien el mundo como el padre carmelita que ha cambiado los viajes, el mundo del arte, el éxito y hasta la familia, y no ha perdido nada. No hace tantos que ha descubierto la fe católica y la vocación al claustro. Es una persona culta y profunda, equilibrada y audaz, que ha encontrado una armonía apenas sospechada antes en la belleza y el amor humano.

Una hermana mayor y alegre cuenta también su vocación con una sencillez pasmosa muestra una gran fe regalada porque se ha puesto en las manos de Dios. Su enfermedad grave ha sido un viaje llevado por el Espíritu visitando las paradojas humanas del dolor y la alegría.

Otra religiosa tiene también una fuerte experiencia de Dios: un matrimonio feliz, unos hijos y nietos estupendos, y al quedar viuda gasta de nuevo su libertad en un nuevo compromiso con Dios y con la Iglesia, que lleva a plenitud sus anteriores compromisos y viviendo de otra manera más profunda sus obligaciones de madre y abuela, asumiendo ahora respecto a sus hermanas en religión. La mayoría de estos religiosos están en la plenitud de su vida, aunque hay algunos ancianos y otros jóvenes, sobre todo entre las monjas.

Uno de los padres cuenta su conversión desde una vida desastrada que ha probado de todo llegando al vacío existencial, ha sido mal hijo y llora de agradecimiento a sus padres al explicar el cambio profundo que viene de la gracia de Dios, que le ha vuelto del revés como un calcetín, desde el satanismo al amor de Dios y al prójimo. Ahora todo tiene sentido, tiene plenitud y el arrepentimiento da la medida de su fragilidad humana y del regalo sobrenatural del Espíritu Santo.

Tales experiencias pueden resumirse quizá en aquel pensamiento de Pascal: «No hay más que tres tipos de personas: unas, que sirven a Dios habiéndole hallado; otras, que se empeñan en buscarlo sin haberle hallado; otras, que viven sin buscarle sin haberle hallado. Las primeras son razonables y fieles, las últimas son locas y desdichadas. Las del medio son desdichadas y razonables».

 

Duc in altum

El subtítulo de la película «mar adentro» resume la aventura de estas personas valientes para adentrarse en el mundo de Dios que tiene su misterio y sus riesgos, que dan aliciente a unas vidas envidiables. Evoca la llamada de Juan Pablo II al comienzo del nuevo milenio señalando el programa de la Iglesia con una perspectiva de siglos. En efecto, al comienzo, en el medio, y al final de esta Exhortación pontificia presenta esas palabras de Jesús de Nazaret dirigidas a los apóstoles en la persona de Pedro: «Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca» que evoca la película desde el cominezo.

«¡Duc in altum! Esta palara resuena también hoyo para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y abrirnos con confianza al futuro: “Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre”» (n. 1).

La llamada a la santidad para todos los bautizados significa un alto grado de vida cristiana ordinaria para la mayoría que vive en el mundo, y naturalmente los religiosos que han dado el salto a una misión de testimonio escatológico: «Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificare y canonizar durante estos años a tantos cristianos, y entre ellos a muchos laicos que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida» (n 31) .

Por tanto, el camino de la santidad o identificación progresiva con Jesucristo es posible poniendo los medios adecuados, el primero y permanente es la necesaria oración, el hablar con el Señor, el diálogo que recibe indicaciones y formula propósitos reales normalmente que son como el aceite de aquellas lámparas. Y con la oración la escucha de la Palabra de Dios que ilumina los caminos de la tierra, los trabajos de los hombres, y la solidaridad con todos. Y siempre la eucaristía como encuentro vivo con Jesús con sus palabras y sus acciones. Además, sin el sacramento de la reconciliación el hombre no sabe quién es en realidad y puede creerse un dios o un demonio, sin encontrar su sitio en el mundo ni experimentar la empatía profunda con el prójimo. Son los medios ordinarios y extraordinarios, como vemos también en algunas conversiones, que confirman la primacía de la gracia.

Juan Pablo II invita a ser testigos del amor de Dios por parte de quienes experimentan la donación siempre renovada y son capaces de crear espacios de comunión, viviendo las obras de misericordia y la caridad con todos: «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo» (n. 43).

Y termina esta Exhortación repitiendo la llamada de Jesucristo a Pedro, a los religiosos conventuales y a todos los fieles cristianos: «¡Duc in altrum! ¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra» (n. 58).

La libertad de los hijos de Dios

Los autores de este film han elegido para su comienzo una playa batida por las olas que lamen las arenas pisadas por un joven religioso dirigiendo sus pasos hacia el mar abierto. Evoca esa aventura de la santidad, de la vocación y de la libertad que entra en el mundo vivo y misterioso del Dios personal.

También están bien elegidos los paisajes bellos que invitan a pensar en el Creador valorando la naturaleza, pero sin divinizarla porque es vista como obra magnífica del Creador. La luz, las sombras, las flores, las aves, el agua, todo está invitando a transitar por ellas, pero sin detenerse para llegar a Dios. Y entonces los hombres advierten el valor real de la vida como don de Dios.

Llama la atención los amplios espacios conventuales, una sala, un refectorio, un claustro, una habitación, todo muy limpio y resplandeciente, que puede sorprender al espectador poco familiarizado con la realidad limpia y luminosa de la vida conventual, que también se muestra en los hábitos dignos y limpios.

Otro gran amante de la libertad, san Josemaría, ha invitado también a vivir el juego de la libertad que sabe comprometerse y mantenerse fiel con la atadura fuere del amor: «El Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la libertad tesoro incalculable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias- se emplea entera en aprender a hacer el bien.

»Esta es la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Los cristianos amilanados cohibidos o envidiosos en su conducta, ante el libertinaje de los que no han acogido la Palabra de Dios, demostrarían tener un concepto miserable de nuestra fe. Si cumplimos de verdad la Ley de Cristo si nos esforzamos por cumplirla, porque no siempre lo conseguiremos, nos descubriremos dotados de esa maravillosa gallardía de espíritu, que no necesita ir a buscar en otro sitio el sentido de la más plena dignidad humana» (Amigos de Dios, n.38).

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