Para entender “La alegría del amor” (I)

El concilio Vaticano II impulsó una transformación importante en el desarrollo histórico de la fe vivida. Se trata de una nueva eclesiología caracterizada por la comunión y diálogo tanto hacia dentro de la misma Iglesia como hacia el mundo moderno inmerso en grandes cambios. Todo lo que ha venido después se inscribe en esa atmósfera vital de apertura y servicio a cada persona, sin discriminación alguna.

Misericordia y esperanza

Unos años después se ha hecho más visible el rostro de la Iglesia mediante la misericordia y la esperanza, que afloró con Juan Pablo II y ahora brilla con el Papa Francisco. Y este es sin duda el marco de referencia de la exhortación postsinodal Laetitia amoris (LA), para captar su mensaje nuclear junto con los muchos matices y aplicaciones pastorales.

Vaya por delante que estas orientaciones son para todos y principalmente para los laicos, ayudados por otros agentes de pastoral, los sacerdotes y los obispos. No parece que el Papa Francisco pida un cambio de rumbo a los sacerdotes pero sí una sensibilidad pastoral nueva más personalizada a fin de integrar a cada uno en la fe vivida en las comunidades eclesiales, sean parroquias, movimientos, asociaciones y otras realidades de apostolado.

Conviene pensar atentamente  esta exhortación o invitación importante en el contexto antes señalado a la luz de la Familiaris Consortio, la exhortación postsinodal con Juan Pablo II –específica sobre el matrimonio y la familia- , de Humanae Vitae de Pablo VI,  y de la Lumen Gentium, citadas varias veces y mostrando la continuidad en la doctrina magisterial, con su llamada a la santidad para todos los fieles, la mayoría de los cuales están casados o tienen el matrimonio como proyecto natural de sus vidas. Ellos son los primeros destinatarios del documento, como señala el Papa Francisco invitándoles a meditar con atención particular los capítulos cuarto y quinto que hablan del amor matrimonial y del don de los hijos.

Merece ser destacado el capítulo segundo que hace una glosa de gran belleza y humanidad al famoso Himno de san Pablo en su primera epístola a los Corintios. Constituye el mejor elenco de virtudes que acompañan a la caridad vivida con el prójimo y específicamente en el amor matrimonial. Sin duda está lleno de esperanza con altura de miras, hasta el punto de resultar aparentemente inalcanzable en la convivencia matrimonial y humana, salvo que los protagonistas cuenten con la gracia de Dios recibida en los sacramentos del Bautismo, del Matrimonio, de la Reconciliación y de la Eucaristía.

Ese tierno amor matrimonial viene preparado durante el noviazgo y desarrollado en el matrimonio alimentándose del vínculo matrimonial surgido del libre consentimiento. Es algo a tener en cuenta tanto por las parejas como por los sacerdotes que acompañan en el itinerario vital hacia el amor esponsal, tal como indica la exhortación: «La pastoral prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante todo una pastoral del vínculo, donde se aporten elementos que ayuden tanto a madurar el amor como a superar los momentos duros. Estos aportes no son únicamente convicciones doctrinales, ni siquiera pueden reducirse a los preciosos recursos espirituales que siempre ofrece la Iglesia, sino que también deben ser caminos prácticos, consejos bien encarnados, tácticas tomadas de la experiencia, orientaciones psicológicas. Todo esto configura una pedagogía del amor que no puede ignorar la sensibilidad actual de los jóvenes, en orden a movilizarlos interiormente» (LA, 211).

Lo general y lo particular

Los padres sinodales abordaron la difícil tarea de conjugar las normas morales generales con las condiciones existenciales de las personas, y esto se refleja ahora en esta exhortación. Esto con la conciencia clara de que sólo con el seguimiento pastoral personal se puede dar solución real a las dificultades de un matrimonio o de una pareja determinada cuando se les invita a realizar un itinerario de fe vivida.

Este es el planteamiento conveniente para evitar interpretaciones reductivas de LA como si fuera un recetario de soluciones a determinados problemas actuales dentro de la Iglesia y en el conjunto de la sociedad. En efecto, señala en el capítulo octavo que la tarea de los sacerdotes es acompañar, discernir e integrar, y añade: «Es verdad que las normas generales presentan un bien que nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares.  Al mismo tiempo, hay que decir que, precisamente por esa razón, aquello que forma parte de un discernimiento práctico ante una situación particular no puede ser elevado a la categoría de una norma” (AL, 304).

Al reconocer que nadie puede esperar una nueva normativa general de tipo canónico aplicable a todos los casos exhorta a los sacerdotes a saber conjugar las normas con las situaciones concretas de las personas, bien para alentarles en su camino de santidad vivido con generosidad en la Iglesia, o bien para acompañar a quienes están viviendo en situaciones difíciles, las familias heridas: una madre abandonada con hijos; un padre separado y sin recursos; un matrimonio divorciado; víctimas de malos tratos; parejas de hecho, etc. Siempre hay que ayudarles a comprender su situación y reconocer su grado de responsabilidad, acercarse a la vida de fe, y sentirse acogidos por la misericordia en la Iglesia a la vez que ellos intentan actuar con misericordia. En definitiva es una llamada para que todos lleguen a una mayor integración en la vida eclesial y acepten el amor de Dios en sus vidas. Por eso aparece con oportunidad la famosa ley de la gradualidad, subiendo más alto como por un plano inclinado, algo muy distinto de la gradualidad de la ley, como si las normas morales no fueran iguales para todos.

 

Así lo sintetiza la exhortación: «Invito a los fieles que están viviendo situaciones complejas, a que se acerquen con confianza a conversar con sus pastores o con laicos que viven entregados al Señor. No siempre encontrarán en ellos una confirmación de sus propias ideas o deseos, pero seguramente recibirán una luz que les permita comprender mejor lo que les sucede y podrán descubrir un camino de maduración personal. E invito a los pastores a escuchar con afecto y serenidad, con el deseo sincero de entrar en el corazón del drama de las personas y de comprender su punto de vista, para ayudarles a vivir mejor y a reconocer su propio lugar en la Iglesia» (AL, 312).

(Continuará)



Portada
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato