El viejo y el desaliento

El viejo y el mar.
El viejo y el mar.

He tenido oportunidad de leer de nuevo “El Viejo y el mar”. Pocos relatos de Hemingway tienen la fuerza de estas páginas, que no se apartan ni por un momento de la acción principal, y hacen revivir, uno a uno, los minutos de las horas de aventura “demasiado lejos de la orilla”.

He acompañado al viejo pescador hasta en el rezo del Ave María, en ese instante en el que, con la mano izquierda agarrotada por un calambre, y ante la angustia de perder una presa tan duramente conseguida como largamente ansiada, recurre a pedir ayuda a la Virgen, desentrañando su recuerdo del fondo del alma. Lo importante era no cejar, no pararse.

El viejo, aun perdida ya la presa –el grande pez-espada-, y en medio de la noche, no se da por vencido. Endereza la barca, dirige el rumbo a puerto, y siente la nostalgia de las luces del muelle. Ya habrá otra ocasión; al menos, mientras haya vida.

Su barca maltrecha, la escasez de medios, los años que lleva en el intento, no le impiden soñar una y otra vez para darle una alegría a su joven amigo encontrado en la vejez; al menos, conseguir realizar la hazaña de su vida y poder morir con una sonrisa.

Sabe bien que no puede darse por vencido; y ni siquiera se siente derrotado cuando el pez espada, la gran presa de su vida, se ha convertido en una carcasa inútil. Hasta el desgaste total de sus fuerzas, mantiene la lucha contra los peces que van devorando, mordisco a mordisco, el gran trofeo obtenido después de horas y horas de tirar y de aflojar, dando cuerda al arpón, conviviendo la agonía del pez, todavía lejano y ya suyo.

El viejo no se desanima: piensa en su joven amigo, y en las fuerzas que le dará para volver a comenzar la pesca apenas repuesto. Por esta vez se repite que “quizá he ido demasiado lejos de la orilla”, y a su edad no se pueden correr demasiados riesgos.

Se me ocurrió que hombre como él habían descubierto -o encontrado, como se quiera decir-, América, habían conquistado el Himalaya; y, más a ras de tierra, habían vencido la vida de cada día en medio de oposiciones, obstáculos, enfermedades, y tantos se habían hecho santos, habían salvado sus matrimonios, habían educado a sus hijos. Habían sabido sobrellevar todo sin dar al desaliento –que también forma parte de la vida- más lugar que el necesario para respirar hondo, rezar, y volver a comenzar.

A los pocos días de terminar la lectura, me encontré en el periódico una triste noticia. Una mujer joven recibe el diagnóstico de un cáncer; y se quita la vida en la soledad de su casa. En la autopsia –obligada en esas condiciones- los médicos descubren que la protuberancia del supuesto cáncer, no llegaba a ser ni siquiera un tumor benigno.

Si el viejo hubiera estado a su lado, le habría animado a rezar un Ave María; y a esperar, confiada, en el amanecer; que también el sol es una criatura de Dios.

 

ernesto.julia@gmail.com

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