Las tristezas del Domingo

Misa en el Vaticano.
Misa en el Vaticano.

Me lo han comentado ya en distintos lugares, en diferentes ambientes, y personas de las más variadas condiciones sociales, culturales, espirituales. Y en su grandísima mayoría, hombres y mujeres que viven en ciudades.  

Después, he leído que algunos estudiosos afirman que el fenómeno ha tomado dimensiones que hacen pensar, sin llegar a ser, de otro lado y todavía, motivo de particular alarma ni encerrar ningún peligro para la salud pública.

¿De qué fenómeno se trata? Síntomas de una tristeza profunda, las mañanas y las tardes de un Domingo cualquiera, de un día de fiesta. Una tristeza no muy definida; algo así como un malestar vital que afecta al hombre y a la mujer, en los diferentes niveles del vivir: físico, psíquico, espiritual; y que nada tiene que ver, en cualquier caso, con ningún tipo de enfermedad psíquica.

Los síntomas son muy variados. No se trata de la tristeza provocada por la cercanía de la propia muerte o la de un ser querido, o por el temor a padecer una enfermedad, a sufrir una desgracia o a tener que soportar una injusticia; ni siquiera ese hondo pesar ante tantas cosas anheladas y no conseguidas, al considerar tantos intentos de llegar y verse obligado a abandonar la empresa a mitad de camino, sin esperanzas de conseguir el triunfo anhelado.

Quizá todos hemos pasado por altibajos semejan­tes, quien más quien menos, y nos ha dado una cierta pena entristecernos de esa forma precisamente el día vinculado al recuerdo de la Resurrección de Cristo. Si el Domingo siguiente nos encontramos de nuevo en plena forma, y con capacidad de distraernos y de alegrarnos con familiares y amigos, el altibajo habrá pasado sin pena ni gloria, como uno de tantos detalles a los que no prestamos particular atención.

Ante situaciones semejantes más duraderas, con síntomas que se repiten casi sin excepción una larga serie de domingos, los psiquiatras no tienen ningún empacho en afirmar que son motivadas por un cierto "vacío existencial". Para combatirlo, suelen insistir a los afectados, para que traten de llenar de algún "contenido", al menos la mayor parte de las horas de esos días. ¿Cómo? Entreteniéndose, haciendo cosas que les gusten: cultivar una afición -desde coleccio­nar sellos hasta contemplar el universo-; hacer un rato de deporte; sacar a pasear al perro, buscar cualquier otro modo honesto de pasar el tiempo del Domingo, y en esa gama variada y amplia de cosas que se pueden hacer para el provecho humano, se incluyen lógicamente desde jugar al dominó  hasta asistir al cine, participar en una representación de teatro, sin excluir la lectura de algunas de las obras de literatura, clásicas o menos clásicas.          

Pienso que esta tristeza, ese malestar de contornos tan imprecisos, tampoco se puede calificar como uno más entre los distintos estados de humor, de incertidumbre, por los que de vez en cuando pasamos los mortales, y que abarcan desde un estado "ansioso", más o menos generalizado, hasta el aburrimiento más completo, porque ninguna cosa, actividad, es capaz de despertar tanto nuestro interés, como para removernos de nuestra inmovili­dad, para sacarnos de nuestro egoísmo.

Algunos consideran que la tristeza dominical no es más que una profunda reacción de hastío ante la repetición continua de los mismos gestos y de idénticas labores a lo largo de la semana. Esos autores piensan que el hombre está tan acostum­brado a marchar de alguna manera programa­do durante el resto de la semana, que se desorienta al encontrar delante de sí un tiempo que no sabe cómo llenarlo. Y es bien sabido que cuando un hombre maduro se desorienta, se pone triste. 

Yo tengo la impresión de que la tristeza dominical no es nada de todo esto, y a la vez, lo es quizá todo de otra manera.

 

Me explico. Pienso que no es el producto de la suma de los diversos síntomas, engarza­dos en el alma de la persona que los sufre; es un estado nuevo del alma, fruto de todos ellos y que pone de manifiesto la necesidad del hombre, de la mujer, de reaccionar contra la soledad.

Quizá en muchos casos las relaciones de trabajo y de convivencia social entre hombres y mujeres se han reducido actualmente a dos tipos: la de la búsqueda de placer inmediato y útil, y la de simples colaboradores en un trabajo. O sea, dos horizontes en los que solamente se contemplan "acciones", cosas que un ser humano puede hacer limitándose a utilizar a otro ser humano; sin parar nunca la atención en "el otro", en "cada persona en cuanto tal"; y sin necesidad de amarla.

Esa tristeza, entonces, vendría a ser como una llamada de socorro del espíritu, para superar la soledad y rencontrar la amistad y el amor, el sacrificio, con otros seres humanos, con Dios.

Así se explica que algunos traten de vencer esa tristeza con la lec­tura, buscando en los libros una amistad menos comprometi­da que la vivida con personas de carne y hueso. Otros se esfuerzan en superar la tristeza hablando con parientes y amigos, visitando enfermos, ayudando a curar personas minusválidas, en esas maravillosas obras de misericordia de cada día; y así se sienten vivos y necesarios en la sociedad de los hombres.

Y queda la más honda tristeza del Domingo; la que proviene de vislumbrar en el fondo del espíritu la "añoranza de Dios", la “añoranza de Cristo”, que lleva al hombre a saberse en soledad, cuando no está con Dios, cuando no adora a Dios, cuando no reza a Cristo.

Quizá algún psiquiatra se haya hecho la pregunta que yo me hago ahora: ¿Y si la tristeza dominical tuviera también alguna relación con la menor solemnidad, con el menor relieve, con que hoy se celebra tantas veces, y por desgracia, la Eucaristía, la Santa Misa?

ernesto.julia@gmail.com

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