La obsesión de triunfar

Triunfar
La obsesión de triunfar.

De una forma u otra, todos deseamos triunfar en las empresas que comenzamos. A nadie le gusta poner en marcha una ilusión contemplando desde su origen la perspectiva de perder, de fracasar. Su­cumbir, ciertamente, no le agrada a ningún mortal.

El enfermo anhela convertir su enfermedad en un simple recuerdo del pasado; el pecador añora alcanzar la redención de su pecado aun a costa de  pasar por la sangre que le cueste pedir perdón; el estudiante no ve la hora de superar la materia, analizada con más o menos profundidad; el abogado lucha para sacar adelante la causa de su cliente; el político para ganar las elecciones; el escritor sueña con el próximo premio y hay alguno incluso que se anima a tachar de injustos, y de ineptos  a los miembros del tribunal que no acaban de ponerse de acuerdo para conce­derle un galardón largamente anhelado.

Mientras el afán del éxito quede dentro de estos límites, bienvenido sea, porque se convierte en un acicate para sostener la normal batalla del vivir; para remover la pereza y agudizar el ingenio, para quitarse de encima esa tendencia general al perezoso aburguesamiento que todos los humanos padecemos en mayor o en menor grado; y, sirve especialmente para poner en marcha tantas energías espiritua­les, intelectua­les, artísticas, que sin un horizonte de un triunfo más o menos perecedero, permanece­rían almacena­das en un rincón del alma o del cerebro: nuevos estudios e investigaciones; ensayos arriesgados; caminos del arte hasta ese momento inexplorados, etc.

A este buen anhelo de triunfar, de alcanzar la meta propuesta se mezcla, en no pocas ocasiones, una cierta necesi­dad de "quedar bien" -eso que los italianos, tan expertos en todo lo que a espectáculos y escenarios se refiere, llaman "fare buona figura"-, "dar buena imagen" delante de gente conocida y de amigos; un reconocimiento social que enriquece también a la sociedad que sea capaz de apreciar y de conceder el triunfo.

Hasta aquí, todos contentos, deseando el mejor éxito a quienes se lanzan a la aventura. Quien arriesga merece una buena recompensa. Los resultados tardarán más o menos tiempo en florecer, pero al fin y a la postre, a su tiempo, acabarán cuajando en frutos más o menos dignos del esfuerzo invertido. No todos los triunfos serán "el premio gordo"; pero también la "pedrea" da ánimos para continuar soñando. Y cuando llegue el triunfo después, lógicamente, de repetidos fracasos que adornan su belleza, el éxito comporta una obligación y una responsabi­lidad de servir a los demás, de hacer un bien en la sociedad.

El panorama cambia de sentido, y se complica, cuando el deseo de triunfar se convierte en una obsesión. En ese momento, el hombre comienza a cegarse. La razón de su actuar, de su vivir, no es otra que la de saborear el triunfo, tener éxito. Guiada sólo por ese afán, la inteligencia se ofusca. El obsesionado pretende alcanzar la meta a toda costa y utilizando cualquier medio a su disposición; desde el hundimiento de los posibles contrin­can­tes, hasta trapisondas de todo tipo: comisiones ilegales y abusivas; sobornos, etc. Y no sólo; la ceguera suele impulsar también a intentar que el triunfo sea "total, enseguida y rápidamen­te", cualquier otro resultado tiene sabor de frustración.

En esta perspectiva, el éxito adquiere un significado contrario al suyo propio. Ya no se trata de la recompensa casi debida a un esfuerzo laborio­so, continuado, lleno de sacrifi­cios, mezclados con alegrías y sinsabores, y con no pocos fracasos. El triunfar ya no es un galardón al hombre, a la mujer, que empeña su vida en una tarea, y persigue su realiza­ción con denuedo, entre desánimos, reanimaciones y vueltas a empezar. El éxito, entonces, ya no acompaña a personas maduras, fuertes y perseverantes, y se convier­te en un consuelo pasajero de gente débil que vive sólo para "triunfar".

Cuando se busca de ese modo, el triunfo deja de estar al servicio del hombre, y  ya no es tampoco ocasión de su descanso. El hombre se convierte, por el contrario, en un servidor del "triunfo", en un esclavo obsesionado, como si el no conseguir el éxito apetecido llevara consigo la inutilidad de la propia existen­cia. Parodiando a Descartes, el débil, el inmaduro, pone en su escudo "Triunfo, luego existo", o -y es señal también de poquedad mental- "Triunfo, o muerte".

Saber sacar partido y enseñanza, además de nuevas ener­gías, de los fracasos cotidianos es quizá uno de los más grandes triunfos que nos es dado gozar a los mortales. ¡Cuánto vale una sonrisa después de un fracaso! Joan Baptista Torelló lo dijo con otras palabras, utilizando un ejemplo único e inefable: "El fracaso más grande de la histo­ria: la muerte en cruz del Hijo de Dios, entre dos ladrones, escándalo y locura para la mundana sabidu­ría, se convirtió en columna del mundo, en esperanza y salud de toda la Humanidad".

 

El obsesionado por vencer es incapaz de soportar siquiera el pensamiento de uno de esos fracasos de cada día que tan sublime sabor dan a nuestro vivir; comienza a no encontrar sabor en su vida, y a recorrer el camino de la pérdida total de signifi­cado, sendero que conduce al fracaso total. Se deprime apenas vislumbra una derrota, que tarde o temprano siempre llega, y huye para refugiarse en los recovecos de su imaginación infantil; allí el "triunfo" es siempre fácil y está al alcance hasta de los más desproveídos.

ernesto.julia@gmail.com

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