Una muerte florecida

Manos de abuela y nieta.
Manos de abuela y nieta.

De los mil rostros que tiene la muerte hay uno que consigue hacerla natural, enternecedora, amiga. Y más que el rostro severo y triste de la propia muerte, los ojos de quien la recibe alcanzan a transformar su expresión en una sonrisa, en la respuesta a un dulce gesto de bienvenida.

Si la muerte nos abre la puerta de la eternidad. ¿es demasiado osado pensar, contemplar la muerte como un germinar, un florecer?

"La muerte es una costumbre// que lleva muy bien la gente", canta la milonga bonaerense que nos trasmite la historia de un individuo barriobajero de la capital, un tal Albornoz quién, acuchillado por sus enemigos, los miró de soslayo y "murió, como si no le importara".

A Manolita sí le importaba morirse; y no por lo que dejaba en la tierra, que estaba todo muy bien arreglado, sino porque anhelaba recibir la sonrisa de bienvenida en el Cielo. El cáncer estaba ya extendido por todo el cuerpo, las pocas fuerzas que quedaban vivas en su organismo dependían casi por entero de los latidos de su corazón, y ella no parecía muy contenta de esa suave obstinación que le retrasaba el encuentro para el que se había preparado a lo largo de su vivir.

"Este mundo es el camino// para el otro, que es morada// sin pesar".

No sé si a Manolita se le vinieron alguna vez a la cabeza, durante su última enfermedad, y mientras iba pasando lentamente las cuentas del Rosario, estos versos de Jorge Manrique. En cualquier caso, no necesitaba recordarlos, porque estaba bien convencida de la realidad anunciada, y no dudó un minuto en mirar cara a cara a la muerte, desde el primer instante de su enferme­dad. ¿De qué le servía buscar subterfugios y esconder la gravedad de la situación?

 Había leído tantas veces el Nuevo Testamento, que ya le eran familiares las palabras de San Pablo: "¿Dónde está oh muerte tu victoria?"; y la muerte se siente ya derrotada, y cede gustosa­mente su victoria, cuando la mirada de los que se acercan a ella descubre el misterio que ella se empeña en custodiar con sus tibias, peronés, cráneos desnudos, que nada significan cuando el misterio es desentrañado. Y Manolita conocía bien las entrañas de la muerte, porque había vivido ya en su espíritu ese más allá, en la Muerte y en la Resurrección de Cristo.

"Mas cumple tener buen tino// para andar esta jornada// sin errar".

La exigencia de Jorge Manrique parece desconocer dos palabras: una que se llama "misericordia", y otra quizá más importan­te y poco usada en el lenguaje entre los humanos, que se escribe así: "mansedumbre".

 

La vida de cualquier ser humano está plagada de errores. Unos los construimos con nuestras manos, otros los recibimos en herencia de la naturaleza. Unos se corrigen a tiempo; otros nos acompañan sin descanso en nuestro vivir; a otros nos aferramos, porque es lo único que tenemos propio; de otros, en misericordia y en mansedumbre, sacamos una lección de vida.

Manolita acertó a corregir a tiempo un error de su cuerpo. Bien ayudada y querida por su marido -Virgilio-, que la precedió al nacer y le abrió camino también en esto del morir. Su primer embarazo no llegó a término; la criatura no estaba situada en el lugar que le correspondía para continuar creciendo y desarro­llándose, y la madre saboreó en esos instantes la cercanía de la muerte. Los médicos sugirieron poner remedio al desajuste por la vía que parecía la más rápida y segura: para no correr más riesgos era preferible vaciarla, y dejarla estéril.

Ella se llenó de misericordia y de mansedumbre. No hizo caso del consejo, se expuso a una operación difícil y, sirviendo casi de campo de experimentación, arriesgó dejando en manos de Dios su futura maternidad. Recorrió el final de "su jornada" acompaña­da por el agradecimiento de sus cuatro hijas y de sus dos hijos, frutos más de su fe que de su cuerpo; que los engendró antes en el espíritu que en la carne.

"Partimos cuando nacemos// andamos mientras vivimos// y llegamos// al tiempo que fenecemos"

Y volvió a alimentarse de misericordia y de mansedumbre cuando otros médicos se equivocaron en el primer tratamiento de su cáncer apenas descubierto.

De frente al error, y aun después de haber saboreado la alegría de una posible y anunciada curación, el ánimo de Manolita no se inmutó. Se le ocurrió solamente pensar en el sufrimiento de los doctores; y ella misma se esmeró en tranquilizarles. No valía la pena preocuparse. Es cierto que los caminos de Dios no siempre se descubren a primera vista; y también lo fue que los ojos de Manolita estaban ya tan hechos a vislumbrar las huellas del Señor en su vivir, que no perdió ni la calma ni la sonrisa: algo querría Dios de todo aquello, como quiso los seis hijos en su momento.

Y así fue; que a mucha confianza en El, Dios da adecuada respuesta, y las más de las veces, abriendo los portillos del alma a un hondo dolor y sacrificio; que la cruz continúa siendo la luz del mundo, la antesala de la resurrección. Las medicinas no consiguieron calmar su dolor; el sufrir la unió más a Cristo crucificado, y su espíritu se preparó a resucitar.

"Así que cuando morimos// descansamos".

Descansa la esperanza ya colmada; descansa la ansiedad ya vacía de las energías que la alimentaban, porque el futuro ha desaparecido; descansa la angustia, porque ya no habrá más trenes que tomar, y porque el arriesgado vuelo del espíritu -que es el vivir de quien en Dios confía más que en los hombres- ha consegui­do dar "a la caza alcance".

Recibió la muerte con una sonrisa esbozada -el cáncer ya no le permitía más- sobrepuesta a la agonía. Una muerte llena de vida, florecida, tan lejos de la penumbrosa muerte cantada por Juan Ramón Jiménez, que la convierte en un pobre accidente del vivir: "Muerte, ¿y qué eres tú sino silencio, calma y sombra?".

Manolita se apagó al entrar la noche acompañada de sus seis hijos, y de sus veinte nietos, que rezaban con ella el Santo Rosario. Y yo tuve la impresión de que el silencio transformó las avemarías en canto de aleluya; la calma en el gozo de rendir la jornada, y devolver el alma a su creador. La sombra de la noche se convirtió en luz que deslumbra y borra ya para siempre la ceguera.

Su muerte ha sido la respuesta a un vivir, que le valió realmente la pena haberlo vivido.

ernesto.julia@gmail.com

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