Laura y sus hijos

Un madre y su hijo con discapacidad. Crédito: Adobe Stock.
Un madre y su hijo con discapacidad. Crédito: Adobe Stock.

Mientras Europa está dando pasos para desaparecer, abortando a las generaciones futuras, me he encontrado con dos familias, buenas cristianas que, lo reconozco, me han conmovido por su vida cristiana y muy especialmente por su Fe.

Las primeras horas de la mañana de cualquier día de la semana la casa se convertía en un campo de batalla; después, retornaba la calma hasta la vuelta del colegio. El piso era pequeño, y los siete habitantes apenas conseguían el espacio mínimo para ir sobreviviendo día a día. La madre, Laura, inventaba la vida cada mañana. Los fines de semana, y los días de fiesta, necesitaba una dosis complementaria de imaginación, para alcanzar el silencio del anochecer con una sonrisa en los labios.

Después del primer descendiente, una niña ya de doce años, paralítica desde la cintura hasta los pies, habían nacido otras cuatro criaturas: el segundo, retrasado mental, y otros tres que derrochaban la vitalidad propia de la edad.

Una auténtica dirigente -primer puesto en su promoción de Empresariales- Laura decidió dar un parón a sus negocios y actividades fuera de la casa, y aun pasando algunas estrecheces económicas -ella aportaba más recursos que su marido a la caja familiar-, decidió dedicar todo su tiempo exclusivamente a sus hijos, al menos mientras crecían y salían adelante.

La armonía en el matrimonio, entre padres e hijos, y entre los hermanos apenas si tenía alguna que otra quiebra, como es de esperar en el convivir de los seres humanos, por muy grande que sea el amor y magnánima la comprensión que se viva entre ellos. Los niños se ocupaban los unos de los otros, y cada uno de los tres plenamente eficientes, tenía un campo delimitado: de la mayor se encargada el siguiente, hombre ya de diez años; para que al discapacitado no le faltase lo necesario, la que le seguía, una niña de ocho años había comenzado ya a desarrollar un buen espíritu materno, y se las arreglaba para envolver en la responsabilidad al pequeño, un rubio de seis años bien cumplidos.

El marido de Laura no había alcanzado el grado de capacidad profesional de su mujer, y se multiplicaba para conseguir aportar a la casa un poco más de lo normal. Tuvieron que hacer múltiples piruetas para conseguir cuadrar los presupuestos sin demasiados números rojos; y un pico, quizá demasiado afilado y corto, se reservó para contratar los servicios de una mujer que fuese a ayudar en la casa un par de veces a la semana.

Un domingo, mientras marido y mujer se dirigían con los cinco hijos a participar en la Eucaristía, en una iglesia de la ciudad que había instalado un servicio de guardería infantil durante las horas de las Misas, Laura notó la cercanía de una mujer joven que hacía andar un carrito con una criatura de diez u once meses, sana y robusta. Al cruzarse con ella, la saludó con una sonrisa, y se perdieron de vista.

El jueves siguiente las dos mujeres se encontraron de nuevo en un parque cercano. Laura estaba acompañada solamente con sus dos hijos enfermos, y hacía tiempo hasta la hora de ir al colegio para recoger a los tres restantes. La otra, al llegar y descubrir la presencia de Laura y de los niños, se turbó. Había caminado hasta aquel rincón del parque con el ánimo de permanecer allí un rato, liberar a su criatura de las ataduras del carrito y dejarlo arrastrarse por el césped en sus ensayos para comenzar a andar con soltura. Al ver a Laura, continuó su marcha saludando al paso, sin pararse y con un cierto nerviosismo.

Los encuentros fortuitos y fugaces de las dos mujeres prosiguieron durante un par de meses. Laura sentía ya curiosidad por saber algo más de aquella madre, algunos años más joven que ella, que había entrado de manera tan fortuita en su vida. Deseaba iniciar de algún modo una conversación.

 

Y ese instante llegó una mañana de sábado, algo pasadas las doce, una semana antes de la Navidad. Laura regresaba a casa a paso rápido. Quería salir a primera hora de la tarde con toda la familia, para gozar un poco de la paz de unos pinares cercanos, y decidió abandonar la ruta acostumbrada, para ganar unos minutos cruzando el parque. Se encontró a la conocida debatiéndose con su hijo, en lágrimas y desesperada.

Antes de que articulara palabra, Laura se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. La criatura había comenzado a cambiar de color y daba la impresión de no respirar. La madre lo zarandeaba en el desesperado intento de reanimarlo. Quizá un caramelo, un "algo" se le había atragantado, y los segundos corrían sin conseguir nada. Laura había pasado ya por apuros semejantes con uno de sus hijos. Sin pedir permiso a su madre y después de rogarle que rezara, tomó al niño en sus brazos, lo volvió cara al suelo, le golpeó la espalda, le hizo unos movimientos en el pecho, en la garganta, y consiguió liberar la obstrucción. Con una sonrisa, Laura devolvió a su madre el chiquillo, ya en proceso de volver a su color normal.

"Muchísimas gracias; y que Dios te lo pague" dijo la madre todavía sin haberse repuesto del todo; y añadió: "Es la segunda vez que le salvas la vida, en un año".

Con más calma y sentadas, contemplando al niño que ya había comenzado a llorar, buena señal de la normalidad reconquistada, la madre se explicó. Su marido no quería tener hijos; desde el primer momento del embarazo había insistido para que abortase. Ella se había negado, y había conseguido hacerse fuerte, hasta el tercer mes. Fue tanta la presión recibida, también por parte de sus suegros que, con pena y dolor, aceptó someterse a la imposición de su marido.

Camino de la clínica, el coche paró ante un semáforo, y comenzaron a pasar uno detrás de otro los cinco hijos de Laura: el discapacitado ayudaba a empujar el carrito de la paralítica. Se le hizo un nudo en la garganta; su emoción se vertió en lágrimas silenciosas, miró a su marido, y regresaron a casa.

ernesto.julia@gmail.con

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