Un gramo de nostalgia

Entre el cielo y la tierra.
La naturaleza: entre el cielo y la tierra.

"Si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas". Mi reacción al leer por vez primera, hace ya algunos años, este verso de Tagore, fue la de quien considera que, si no se alcanza el sol, de nada sirve contemplar las estrellas. No vi mucho sentido a la recomenda­ción del poeta indio.

Releídas ahora, descubro en esas palabras otra música. Ya no las contemplo como una sencilla y simple sugerencia de contentarse con las estrellas, después de fracasar en el intento de llegar al sol: sería un significado demasiado obvio. Su música nueva se presenta como una invitación a no dejar que la nostalgia -antes o después siempre llega en la vida de todos-, por la pérdida del sol nos aplaste en la tristeza, y nos impida contemplar todo lo bueno que permanece a nuestro alrededor. Una invitación, en definitiva, para que la nostalgia no queme las raíces del revivir, del caminar hacia la eterni­dad a la que nos dirigimos, y no miremos con demasiada pena a la temporalidad de la que proveni­mos.

En un diccionario algo antiguo, y bastante escueto, leo que la nostalgia es la "aflicción causada por la ausencia de cosas o personas queridas", y en un sentido figurado, es el "pesar que causa el recuerdo de algún bien perdido".

Sin necesidad de recurrir a definiciones más completas y alambicadas, pienso que esas pocas palabras sirven para reconocer que todos los mortales somos un poco más o menos nostálgicos, y gracias a Dios, porque ¡ay de nosotros si no lo fuéramos! Entre otras cosas, querría decir que no hemos dejado en el camino ningún bien, ninguna persona querida a la que echamos ahora en falta; que seríamos, en definitiva, hombres sin historia, sin pasado, sin futuro, y sin presente; y sin Dios, porque en el fondo de todas las añoranzas está la nostalgia por excelencia: la nostalgia de Dios, a Quien nunca alcanzamos a entender, a amar del todo.

De nuestra vida apenas se podría decir que hemos pasado por la tierra "haciendo el bien"; pero también es verdad que, con esfuerzo, constancia y algo de voluntad, algún bien hemos dejado en las veredas ya transitadas, y por las que marchamos todavía. No hemos alcanzado el sol, es cierto; pero hemos conseguido descubrir en las estrellas el refulgir del sol, y hemos aprendido a secarnos las lágrimas para que nuestros ojos contemplen gozosos las luces y las sombras de las estrellas.

El Creador nos ha creado bastante bien dentro de nuestros límites; y entre esas fronteras del vivir topamos con relativa frecuencia, con la reducida capacidad de nuestro corazón, de nuestro entendimiento, de nuestra memoria. Quizá nos hemos enfadado más de una vez al no poder estar en dos o tres lugares el mismo tiempo, y no por un desmedido afán de protagonismo, sino sencillamente porque nos hubiera gustado poder atender a tres personas queridas que sufrían, o participar en la alegría de tres familias amigas que festejaban acontecimientos para ellos entrañables.

Y todos hemos tenido que sufrir la fragilidad de nuestra memoria, que apenas retiene tanta cosa buena, y se ve casi incapaz de llevar en el corazón los aniversa­rios de hechos que han dejado una honda huella en nuestro vivir.

No es de extrañar esa presencia de la nostalgia, ese "pesar" por "un bien perdido". Sin dejarse abatir por el recuerdo de la pérdida, el hacer presente el "bien", es como una invitación a seguir buscándolo quizá con una renovada ansia e ilusión; a estrenar un nuevo ánimo para no cerrar el horizon­te de nuestro vivir, pensando que la ocasión se presenta sólo una vez en la vida. Y en el mirar, entre lágrimas, los astros del cielo, la nostalgia descubre el misterio: cualquier estrella nos invita a mirar al sol. Y el sol no alcanzado, no es siempre un sol perdido.

Los esposos renacen en esa gota de nostalgia de su primer enamoramiento; el sabio recobra el vigor y las fuerzas de su trabajo en la alegría de su primera investigación; el sacerdote encuentra una oportunidad para revivir su vigor espiritual en la nostalgia de aquellas primeras conversiones recién comenzado su trabajo pastoral.

 

Las personas queridas, de otra parte, nunca desaparecen del todo. Los lutos no pueden durar siempre. La muerte no aniquila, y la vida de las personas queridas muertas, santos y misera­bles que fueran, porque pecadores somos todos, nos acompaña de un modo inefable en nuestro cotidiano vivir. No llevamos cadáveres en el alma, cosa que nos haría mucho daño, sino que descubrimos esos vínculos de amistad, de parentesco, de amor, que sólo se sacian en la eternidad.

Y la aflicción por la pérdida nos recuerda que no somos estatuas de acero o de mármol, insensibles al frío y al calor, inaccesibles a la euforia y al desaliento; y nos confirma que nuestro corazón palpita con el ritmo del vivir que nos rodea.

No hay que caminar con la cara vuelta atrás, y caer en la nostalgia infinita de "que todo tiempo pasado fue mejor"; y que, en nuestra vida, todo el bien ha quedado a nuestras espaldas. El hombre no está hecho para refugiarse en el pasado añorando bienes perdidos; y tampoco está creado para alejar el alma del aroma de tantas cosas buenas, quizá ya olvidadas, pero que no deberían nunca perderse del todo.

No se vive sólo de nostalgia, es cierto; las lágrimas no pueden, no deben, llegar a oscurecer la mirada; y, a la vez, tampoco es humana una vida sin sombra de nostalgia. El pesar por bienes perdidos, la aflic­ción por personas queridas que ya no conviven con noso­tros, es también un descanso, un alivio para el espíritu cansado, como un refugio en las noches de invierno; y nos puede ayudar a saborear mejor lo bienes que ahora tenemos, y agrade­cer más y más sinceramente la compañía de quienes conviven con nosotros.

Es cierto: ¡qué bien sienta al espíritu ese poco de nostalgia, basta quizá un gramo, para escudriñar la luz del sol -nunca perdido del todo- aun entre las sombras más opacas de las estrellas!

ernesto.julia@gmail.com

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