Una familia numerosa

Niña síndrome Down.
Niña síndrome Down.

Admito que me costó trabajo aceptar que correspondiera a la realidad todo lo que el embajador me estaba contando. No soy persona que me asombre fácilmente, y no suele ser mi fuerte eso de quedarme perplejo ante ningún tipo de acontecimiento. La vida de cada ser humano está abierta a tantas variables, y es tan rica y tan compleja y sencilla a la vez, que no vale la pena descon­certar­se por nada, aunque se sucedan cada día tantas cosas delante de nosotros, que podemos admirar con más o menos maravilla.

Con el buen hacer de un diplomático, me pidió permiso para introducir el tema de la conversación, y dejar otras cuestiones para un poco más adelante: el viaje no era excesivamen­te largo, pero habría tiempo para todo. El embajador tenía urgencia de comunicarme un hecho para él insólito, que le había llenado de agradecimiento, de admiración y de esperanza.

Desde su país se había anunciado la posibilidad de adoptar algunos niños de síndrome Down, huérfanos de padre y de madre. Habían tramitado ya un buen número de solicitudes, y la experiencia acumulada era claramente positiva. Matrimonios españoles sin hijos adoptaban uno o dos pequeños, y salvo un par de casos en los que se manifestaron enseguida enfermedades de tipo nervioso en los niños recién llegados, las demás familias estaban muy contentas. Todo hacía prever que la integración de las criaturas sería completa y se llevaría a cabo en un breve espacio de tiempo, vista además la temprana edad en la que habían cambiado de ambiente.

Una tarde se presentó en la embajada un matrimonio dispuesto a adoptar dos hermanos con síndrome Down. Los trámites abandonaron su curso normal apenas el matrimonio informó que eran padres ya de diez hijos -cuatro mujeres y seis varones-, y que todavía cinco vivían con ellos en el mismo hogar. El embajador consideró oportuno intervenir en el asunto, más por curiosidad que por temor a descubrir cualquier enredo, o prever la posibilidad de que se escondiese un tráfico ilícito detrás del gesto generoso de la solicitud de adopción.

Marido y mujer se encontraban jóvenes, y con la fuerza prudente que sólo se disfruta con una pizca de seguridad cuando se ha pasado ya la línea de los cincuenta años. La crianza de los diez hijos había traído consigo una cierta estrechez y no pocos agobios. Los dos eran buenos profesionales, y sus sueldos sumados, y acrecenta­dos con algún que otro ingreso extra, permitía apenas algún que otro exceso y ningún descuido. No pasaba mes que no exigiera un cierto recuento de los medios a disposición, al final de los treinta días.

La respuesta de los chicos al sacrificio de los padres estaba siendo ejemplar. Siempre cortos de dinero, ayudando ordenadamente a sus padres en mantener en pie la casa, aprendie­ron con toda naturalidad la necesidad del esfuerzo, del empeño, del trabajo, de la colaboración. Los Bautizos y las Primeras Comuniones se sucedieron, y los trajes de los primeros cumplieron su papel con la misma dignidad en los últimos. Y en los estudios, cada uno al nivel de su inteligencia y condiciones, todos llevaron a cabo perfectamente su papel.

Los cinco primeros, tres varones y dos mujeres, habían levantado ya el vuelo, tenían su trabajo profesional independien­te, y bien asentado, en ciudades desparra­madas por toda la península. Los demás seguían sus pasos. El último, diez años, había terminado el curso con sobresalientes.

Los padres explicaron al embajador como habían llegado a tramitar la solicitud de adopción. Pocos meses atrás, habían recibido unos bienes provenien­tes de una tía soltera. Cabía la solución de hacer partes iguales entre todos los hijos, y que cada uno después hiciera de su capa un sayo. Revisando las cosas, y viendo que ninguno de sus hijos tenía ninguna necesidad especial, que gracias a Dios estaban todos sanos, se plantea­ron dar a aquella cantidad un destino al servicio de personas más necesitadas; decididos como estaban a no quedársela tampoco ellos, aunque bien podrían hacerlo en espera de un merecido descanso.

Ponderando las cosas, se enteraron de las posibilidades de adoptar esos huérfanos. Ellos estaban agradecidos a Dios por los hijos fruto de su matrimonio: Si Dios nos ha dado los hijos, quizá nosotros podríamos plasmar nuestro agradecimiento dándole unos padres a estas criaturas, pensaron. Y comenzaron a actuar.

 

La casa donde vivían estaba preparada para acoger un buen número de habitantes. Mucho no podían ofrecer, pero la comodidad estrecha, ajustada, digna y sin despilfa­rros, en la que se habían criado sus hijos, estaba allí a disposición de alguna otra criatura de Dios. El reto era grande, y así como la audacia mantiene en pie la corriente vital de una civilización, consideraron que este nuevo comienzo daría renovada vida y empuje a toda la familia.

Ya no estaban solos, como el día de su matrimonio, y para tomar una decisión semejante consultaron a todos los afectados. Los hijos que vivían ya fuera de casa, cedieron gustosamente su parte en la herencia; y los que permanecían bajo el techo materno, pusieron a disposición los espacios recién conquistados de las habitaciones de sus otros hermanos. 

Al terminar de hablar, el embajador estaba emocionado. Había hecho el viaje para conocer a toda la familia, y darle personal­mente las gracias. Pocos días después, leí en la prensa la noticia sobre la adopción de minusválidos con síndrome Down. Las demandas de adopción habían superado el número de criaturas en espera de ser acogidos por unos padres cariñosos y sacrificados. Un alto porcentaje de las familias adoptantes eran ya numero­sas. ¿Quién había dicho que la familia numerosa era una carga social?

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