Europa en busca de espíritu. (I)

Juan Pablo II, en el discurso ante el Parlamento europeo el 11 de octubre de 1988.
Juan Pablo II, en el discurso ante el Parlamento europeo el 11 de octubre de 1988.

¿Qué será de Europa al cabo de unos años?

Son muchos los artículos, convenios, simposios en los que intelectuales, políticos, filósofos pensadores y escritores en general intercambian opiniones en la búsqueda de una idea madre sobre la que construir esa entidad denominada “Europa”. Hasta ahora, seamos sinceros, Europa se parece más a una entelequia que a una realidad con límites y figura definida, no obstante algunos apellidos que se han inventado: “Europa de los pueblos”, “Europa de las naciones”, etc.

Y desde que decidieron no incluir en la Constitución ninguna referencia al espíritu cristiano que le dio vida, la entelequia es más vaporosa. Y se ha vuelto prácticamente una nebulosa sobre la que nada se puede construir cuando aceptaron introducir el derecho al aborto en la Constitución europea, y dejarlo a disposición de cualquier europeo.

Quizá nos hemos olvidado –la memoria histórica suele ser muy débil en tiempos de crisis-, que una civilización es fruto de un crecimiento y desarrollo lento y orgánico y, en muchos casos, imprevisible. Basta pensar, por ejemplo, que el proceso de extinción legal de la esclavitud en Europa, no obstante la doctrina cristiana sobre la libertad e igualdad de la dignidad humana, ha exigido más de 1500 años.

Hasta 1989 la construcción de la nueva Europa aparecía como un proyecto demasiado defensivo. La sombra dela Unión Soviética comunista pesaba demasiado en el subconsciente de los europeos y lo bloqueaba. Ese bloqueo se ha concluido a la vista de la actual guerra en Ucrania. ¿Qué hacer?

La civilización es algo que requiere solera, vida, espíritu. Y toda civilización requiere un germen, una “madre”, para comenzar a desarrollarse. ¿Qué solera, que “madre”, para la nueva futura Europa?

En el discurso que pronunció en 1946, y que le lanzó al primer plano de la vida política, Adenauer proyectó la reconstrucción de Alemania y de Europa en pocos principios: el Estado no debía situarse nunca ni sobre la persona ni sobre la familia; y debía trabajar siempre a su servicio. La libertad de iniciativa no era una concesión del Estado al individuo, sino un derecho con el que todo ser humano nace. O sea, dos postulados muy sencillos: el hombre con derechos como persona; y un principio de derecho, el derecho natural, anterior al Estado, como garante de la libertad personal civil y política. Sencillos y, a la vez, reflejo de un sentido cristiano hondamente arraigado

Adenauer, De Gasperi y Schuman, tres fieles católicos, trataron de transmitir a la nueva Europa salida de la segunda guerra mundial el espíritu que hizo posible el intento de restaurar la civilización europea cristiana. Un espíritu que fue arrinconado con el pasar de los años, entre otras causas, por un ilimitado concepto de soberanía del gobierno político y, después, y como consecuencia, por el Estado que se erige a sí mismo en creador de derechos que usurpan derechos inalienables de la persona, basándose siempre en una “mayoría democrática” con la que se puede jugar a base de propaganda y manipulaciones de todo tipo.

Si Europa quiere renacer, ¿dónde puede encontrar ahora ese espíritu, esa solera?

 

Europa se enfrenta ante un peligro real. Falta una referencia a un Derecho Natural anterior al Estado, carencia que hasta el mismo Habermas reconoce.  Tras la caída del marxismo, y el vacío de ideas morales y éticas del liberalismo, le queda sólo el escepticismo y el relativismo, que dejan al hombre contemporáneo indiferente ante cualquier respuesta definitiva, sobre los que nada serio y permanente se puede construir.

El peligro actual es quizá todavía mayor. El europeo ha conseguido, desde muchos puntos de vista, la civilización más eficaz y potente que jamás haya existido, y puede caer en la tentación de pensar que ya no necesita la aportación del espíritu cristiano para que su vida cultural y humana en la tierra continúe adelante. ¿Bastarán los acuerdos económicos para levantar la nueva Europa? ¿Tendremos tan poco espíritu los cristianos como para no impregnar de   nuevo la cultura con la verdad de la Fe? ¿Puede hacer algo la Iglesia en esta tarea para que Europa renazca de sus cenizas?

Juan Pablo II, en el discurso ante el Parlamento europeo el 11 de octubre de 1988 se enfrentó al problema con toda claridad

“Es mi deber subrayar con fuerza que si el sustrato religioso y cristiano de este continente fuese marginado en su papel inspirador de la ética y en su eficacia social, no sólo sería negada toda la herencia del pasado europeo, sino también estaría gravemente comprometido un futuro digno del hombre europeo, quiero decir, de todo hombre europeo, creyente o no creyente”. (continuará)

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